Domingo Carlos Tulián (Universidad Nacional de Rosario)
A propósito de Leopoldo Lugones, presupuestos y conjeturas.
En su Introducción (que no deja de ser uno de sus regocijantes prólogos) a una “Antología poética de Leopoldo Lugones”, Alianza, 1998, Borges dice: “Lugones sigue siendo juzgado por sus cambiantes opiniones políticas, lo más superficial que hubo en él. Incapaz de la duda o la ironía, era fácilmente fanático”. Nuestro escritor universal apenas juzga aquí al poeta. Señala sólo una condición suya entre las muchas que impulsaron su variada militancia política. Se ocupa, más bien, en trazar con claridad un juicio sobre nosotros, sobre nuestra cultura.
I
Sin duda alguna, Leopoldo Lugones es uno de nuestros próceres de la independencia nacional, especialmente en el plano constitutivo del idioma de los argentinos. Un especto de este servicio constituyente lo expresa el mismo Borges con resonancia perdurable en esa fábula prieta que nos cuenta que fue Lugones quien canonizó el Martín Fierro. En otro escrito opinó que si hubiéramos canonizado el Facundo de Sarmiento como nuestro libro ejemplar otra sería nuestra historia y mejor. Pero en esta materia toda opinión resulta más bien gratuita pues la potestad de una consagración tal, indelegable por demás, es colectiva, ya que está determinada por la concurrencia de acontecimientos irrepetibles de un proceso nacional. Lugones, claro está, aprovechó la oportunidad que le brindó como un don su momento y en ejercicio de su libertad creadora dio una respuesta constitutiva, fundadora. Con igual grado de certidumbre podríamos sospechar que fue Macedonio Fernández y no Lugones el epicentro de este movimiento de formación de la cultura nacional. Esta conjetura fortalece sus probabilidades cuando atendemos no tanto a los productos culturales que Macedonio ha elaborado –ocupación que nunca valoraba en su justa medida- sino principalmente a su actitud irreductible de someter a escrutinio riguroso todos los aspectos de los objetos de su pensamiento y a la consecuente libertad sin concesiones que se permitía frente a toda autoridad, condición necesaria ésta de lo primero, a lo que hay que agregar esa disposición suya a absolver posiciones frente a un material definido por las circunstancias de tiempo y de lugar propias, de su ciudad y de su gente. Su método le ha valido desarrollar una inteligencia que Borges estima por encima de todas las personalidades que ha conocido. Pero, más allá de estas alternativas más o menos ociosas, la fundación del idioma nacional, del idioma en tanto expresión de un estilo de personalidad colectiva, en tanto modo específico de inteligir el mundo y las relaciones humanas mediante el uso particular de una lengua universal como el castellano, es uno de los trabajos, no el menos radical, de nuestra independización como pueblo, que es a la vez la edificación de una cultura. No digo de nuestra Independencia, que nunca es un acontecimiento cerrado, acabado. Trato más bien de referir esa forma de movimiento que denota la edificación independiente de nuestra cultura nacional, de indicar su forma periódica, de estructura cuántica, común a los fenómenos cósmicos y de la vida, vale decir de la materia, que en este caso se refieren a la asunción consciente y la transformación consecuente de los materiales de la vieja constitución colonial heredada, proceso que podríamos rastrear, para trazar uno de los múltiples tránsitos posibles, en los momentos del pensamiento que de modo sucesivo pasan por la estación Alberdi, por la estación Sarmiento y por la estación Lugones, tarea que con historias diversas por lo demás abordaban también en ese tiempo las nuevas nacionalidades latinoamericanas. Sin perjuicio de que nuestra relación no se reduzca a una pedagogía del estar sino que pretenda serlo del devenir, los tres estadios de nuestra historia nacional indicados, elegidos más o menos arbitrariamente bajo el signo de estos próceres nuestros, rinden aquí, de paso, desde que el pensamiento es inescindible del idioma, un somero homenaje al pensamiento de cada uno de ellos, bueno o malo, positivo o negativo, o, con mayor propiedad, bueno y malo, positivo y negativo, estimación cuya pertinencia se corresponderá con la perspectiva particular sobre la que se los mire, sobre la que se los mida.
Desde que la lengua es una obra de arte colectiva y el idioma el modo común de una comunidad de sus usuarios, resulta fácil entender, tomando un hilo de esta compleja trama, cómo es que uno ya puede ser inconfundiblemente argentino no sólo por el DNI ni sólo porque “trafique en nidos de cóndores o en ombúes ni que en su estrofa sea frecuente el general Rosas...” sino por “un vocabulario determinado, ciertas costumbres sintácticas y prosódicas, un modo explícito que no es el modo interjectivo, alarmado, de los poetas españoles de ayer y de hoy” dice también Jorge Luis Borges con refinada y madura sabiduría en el prólogo al libro de un poeta judío argentino.
Pero tratándose de próceres es casi obligatorio decir, y es hasta cierto punto inteligible lo que así se dice, que han sido hombres de acción y de pensamiento. Y por cierto que muy útil es la oposición entre pensamiento y acción para ordenar los fenómenos de la percepción cotidiana y más inmediatamente interesada, pero a veces, en función de las metas estratégicas que la ocasión aconseja al pensamiento, es necesario descender a un estrato más profundo de lo real, de nuestro propio campo mental que legitima lo que consideramos como lo real, descenso que nos pone sobre un plano en el podemos entender ambos términos en la acepción que los une. En este estrato más profundo de lo real, desplazamiento de enfoques de la inteligencia humana que a mí me resulta maravilloso, el pensamiento se define desde su raíz como acto. Es radicalmente un acto, desde que se trata de un ejercicio del poder de la libertad sobre la oportunidad que como una inherencia emana de todo acontecer. Desde su original condición de pensamiento el acto tiende a desplegarse sin solución de continuidad sobre el acontecer presente, donde expone con mayor claridad su condición de acción en tanto este campo se constituye en objeto del trabajo, y el conjunto del proceso en creación de humanidad y de cultura, empezando por la realización de ambas en la constitución de uno mismo. Para los estoicos la libertad es en el fondo un acto de conciencia. Bien cierto es que por esta condición la libertad es un bien para el hombre que en última instancia resulta inatacable. Podríamos valernos de la idea de esta filosofía para consolarnos ante privaciones o mutilaciones de nuestra libertad. Pero concebir la posibilidad de grados de deserción o de privación indica que la libertad no es un mero acto de conciencia. La libertad es un acto de oportunidad e importa siempre una respuesta ante las provocaciones del acontecimiento, una operación que éste le demanda al hombre en las fronteras del tiempo y el espacio. Bajo un concepto pleno de la libertad que ocupe todo el campo de su inteligibilidad, quizá resulte manifiesto que la falta de trabajo, por deserción o por privación, importa siempre una radical falta de libertad, una molecular simiente que explica la perdurabilidad y consistencia de la miseria humana.
A dos siglos de los inicios de la Independencia, cuando los argentinos comenzamos a volver la mirada sobre un tramo ya suficientemente largo del camino andado para hacer un balance y columbrar algunas perspectivas, ahora que, al parecer, comenzamos a plantearnos esto con cierta necesidad y urgencia, bueno es entender que muchas de las respuestas que buscamos se encuentran de modo privilegiado esperándonos en la historia de nuestra cultura. Sobre todo si, con ánimo más radical aun, pretendemos entender quiénes somos y qué podemos hacer, si queremos desentrañar las raíces de nuestras acepciones comunes y saber en qué medida existen, y en su caso, cuál es su eficacia. Cabe, pues, poner sobre la mesa el tema para una discusión, formular los discursos públicos correspondientes, ahora que se abre la oportunidad, precisamente cuando amagamos el intento de pensar las fuentes de nuestra cohesión social nacional para explicarnos su fuerza y sus debilidades y advertir sus puntos vulnerables como condición para entender nuestra unidad de ser y poder producir en ella una sociedad de más alta humanidad que, si bien se ve, importa un deber indelegable, una ética de la cultura que debemos asumir.
No se trata de buscar respuestas bajo la forma nacional de la cultura para abrir una vía a nuestro desarrollo social en obsequio de alguno de los modelos de nacionalismo actual que en los casos más exitosos resultan tanto o más feroces que aquellos de hace un siglo que le dieran un alcance histórico político singular al término. Medir nuestras fuerzas y recursos no tiene porqué servir para construir una democracia dictatorial al estilo de las democracias burguesas occidentales de hoy, que han perdido ya su antiguo liderazgo y han entrado ahora en una fase de contradicciones expuestas e insostenibles. Precisamente, la comprensión de nuestra propia condición cultural permite conocer si el desarrollo de nuestra comunidad no tiene más alternativa que seguir los cursos ya trazados por las naciones hegemónicas y concluir en aporías históricas, en este estancamiento que se embellece hoy con las fantasías de un paradisíaco fin de la historia. No se trata necesariamente de reestructurar nuestras formas ni de estimular nuestras fuerzas nacionales para ejecutar los proyectos de modelos sociales de ayer que han perdido ya hoy su condición de guías de la liberación humana y que, por el contrario, generan una cada vez más vasta deshumanización de la cultura que castiga no sólo a sus propias viejas patrias y a las que han seguido su modelo en Occidente, entre ellas la nuestra, sino que con ferocidad sin disimulos y de modo aun más indiscriminado y virulento castigan a aquellos pueblos que resisten sus exacciones, que contradicen sus intereses, que disienten de sus modos de ser y de valer. Lejos de entender la historia del hombre como un proceso concluido, como un tiempo finito, como un movimiento derogado, efímera prognosis fundada en la formidable bancarrota del vasto patrimonio de la cultura moderna y en el atosigamiento ideológico del pensamiento de la vieja burguesía otrora revolucionaria, este conocimiento de nuestra nacionalidad es bueno no solamente para eludir la deshumanización de nuestra cultura, fenómeno ligado estrechamente al de la alienación, sino primordialmente para entender en cuanto hombres situados en el tiempo y el espacio, qué podemos hacer con eficacia, cuál es el poder más amplio y eficiente de nuestra libertad como individuos y como comunidad de cultura. Cabe empezar a buscar los trazos de nuestros múltiples modos de ser en la obra de los argentinos del pasado lejano y reciente, en sus productos de efecto local y en los más refinados de trascendencia universal, en la obra de los argentinos que no han dejado pasar la oportunidad para ejercer el poder de su libertad y cooperar así en la producción del singular universo de nuestra cultura, en la forja del mundo en cuyas hormas podemos ahora reencontrarnos con nuestra identidad. Y es bueno porque para responder con propiedad y eficacia en esta parte de la construcción humana que nos corresponde, debemos partir de un conocimiento de nosotros mismos, de conocer nuestra herencia colectiva, la calidad de nuestros instrumentos y recursos, sus excelencias y sus deficiencias, los abastos con que hemos sido dotados. Partir así de un conocimiento indispensable de nuestros dispositivos y bagaje, de su aptitud para ponernos a nosotros mismos en la lengua y exponernos de este modo al universo, como entiende Benjamin que se hace hombre el hombre en la cultura. Quizá sea más adecuado dejar que los otros se digan a sí mismos y oír con más unción y respeto sus discursos entendiendo que no son los nuestros, que esas voces, muchas de ellas magnificentes, no parten de nosotros ni son ni pueden ser del todo congruentes con nuestros propios cursos, disposición adecuada para que produzcan en nuestra cultura las más altas resonancias humanas. Quizá sea más humano y eficaz el intento de ganar su audiencia hablando de nosotros, diciéndonos en nuestro idioma lo más genuinamente, tal como creemos ser para que se nos vea del modo más cercano a como realmente somos. Ahora que al parecer comenzamos a interesarnos por conocernos y estimar las condiciones y potencialidades de nuestra marcha, aparece también altamente valioso intentar entender que por encima de toda diferencia la misión nacional es preservar y enriquecer el patrimonio de nuestra cultura, nuestro particular modo de hacernos humanidad para que articule sus modos, sus formas y sus contenidos, con la mayor plenitud, en la ecumenidad, por fin verdaderamente planetaria, que asoma ya en el horizonte histórico como contenido cierto de una postmodernidad entendida no como una moda de mercado sino como un período nuevo de la entera evolución humana. No se trata de desplazar de modo excluyente el foco de nuestra atención de las raíces fecundas que han formado el modo universal que tenemos de inteligir nuestro mundo, de Aristóteles o Hegel por ejemplo. Pero sí, o más bien, de sustraernos en alguna medida, en la medida en que abruman nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento, a la estéril fascinación por los fuegos de artificio con que iluminan nuestros cielos hoy algunas ramas del pensamiento europeo a causa de la explosión de la incertidumbre, de la quiebra de la antigua fehaciencia que emanaba de un supuesto alcance de la razón concebido por los griegos y ratificado por la cultura europea en la fase inicial de la modernidad, cuando aun mantenía su función y el prestigio consecuente de vanguardia de la humanidad en el proceso de hominización, en la epopeya apoteótica de la paulatina desalienación humana. Estas producciones actuales del arte y el pensamiento de la vieja cultura occidental, así tan borrosamente aludidas, interesantes y significativas sin embargo, dignas incluso de nuestros estudios argentinos, suscitan en nuestro medio una subyugante atención, lo que importa una restauración de ciertas formas, ahora muy “postmodernas”, de alienación, desde que toda fascinación forcluye gran parte de la inteligibilidad del objeto. Se dice que Lacan ha planteado con toda propiedad esta condición actual de la vida mental humana, este problema de la fascinación por la maximización de las posibilidades de la vida individual que genera, digo yo, la absolutización de la cultura de mercado, fuente no solo de padecimientos humanos graves y generalizados sino ya, alcanzado este grado de universalización, también de un empinado obstáculo al desarrollo humano. La realización del psicoanalista francés no es más que un nuevo giro del viejo tema del hombre occidental que la cultura griega inscribió en el templo de Delfos (¡Hombre!¡Conócete a ti mismo!) en el sentido sanitario lacaniano de ¡conoce tus límites! Y que Sócrates, el más famoso devoto de este modo pagano de religiosidad, revirtiera a una forma positiva: ¡Hombre! ¡No busques optimizar las riquezas con miras sólo al bienestar del cuerpo sino principalmente aquello que procura el bienestar del alma, busca la verdad, el bien y la justicia! ¡Con qué connotaciones desembozadamente cínicas resuenan estas palabras en los habitáculos de la cultura de mercado!
Es natural que la quiebra de una concepción de la inteligencia racional históricamente tan fecunda provoque tales reacciones de desconcierto emocional en el seno de aquellas culturas dirigentes, otrora guías del proceso de desalienación, de liberación humana, y que su pensamiento explote en esas trayectorias curvas de restos aun luminosos pero efímeros e inconsistentes que les provoca el desencantamiento de su grande, hermoso y viejo sueño. Quizá la esterilidad e ineficacia en nosotros no derive de esta su condición de fuego fatuo sino de que no son en nuestro continente humano realizaciones auténticas, no son genuinamente nuestras, no son, en suma, movimientos de nuestra realidad más íntima, por lo que no nos liga -como a los europeos, que sí han quedado ligados con aquella hegemonía muerta- alguna especie del deber filial de las Antígonas, no nos cabe una responsabilidad moral de idéntica estatura, un dolor moral de tamaña jerarquía. Si es así, entonces, no sería aconsejable que lloremos su duelo, sin que por ello desechemos toda simpatía. Que nada trabe nuestra libertad de celebrar por nosotros mismos este nacimiento ni de reanudar la producción de nuestra humanidad en este nuestro mundo nuevo.
Con este tema acerca de Lugones instalamos nuestra barca sobre el proceso de formación y transformación de la sensibilidad humana, del conocimiento sensorial, tarea a cargo específicamente de las Artes, pero no a cargo de ellas de manera exclusiva, como lo muestra el hecho de que para ascender a forma simbólica las Artes hayan puesto en cooperación a sus dos factores fundamentales, los modos racional y sensorial de la inteligencia humana, o, si se quiere, como bien lo prueban también las teorizaciones de los llamados empiristas ingleses, aunque sus pretensiones fueran sin duda desaforadas, y las de sus predecesores, los sofistas griegos, aun cuando estos sólo intentaban así oponerse, erística y estérilmente, a la consumación del surgimiento ya en acto e irreversible de otros modos y discursos de la inteligencia humana. Este proceso evolutivo de la sensibilidad fundado en el contacto sensorial, en esta coalescencia inescindible entre el ente y su medio, que tomamos aquí con el alcance específico, propio, de los fenómenos de la vida, es el puente de plata por donde han pasado y pasan todos los conocimientos humanos, aun los más abstractos, en otra época tenidos por eternos e inamovibles cuando en el presente se sujetan mansamente a las condiciones del movimiento del Ser, y consecuentemente, a las crisis de la inestabilidad y de la incertidumbre de todo Conocer. Esto, esta flecha del tiempo como generatriz del conocimiento humano, es así constatable, claro está, a condición de que el enfoque del hecho del conocimiento humano se abra a escala de la filogénesis, en cuyo vasto campo esta vía de mano única en la generación del conocimiento humano no puede ser negado ni contradicho por lo que suceda, cualquier cosa que sea, dentro de un siempre estrecho marco de extensión ontogenética, marco singular minúsculo, en el que sí puede generarse conocimiento a partir de un momento positivo abstracto, pues, este momento positivo abstracto no será nunca más que un resultado, un producto, de aquella vasta suma de movimientos del pensamiento de toda la especie humana en formación.
Ahora bien, ¿por qué y para qué produce Arte el hombre? Si hemos de intentar contestar estas preguntas con seriedad tendremos que comenzar por dibujar el campo de referencia de la cuestión planteada de modo que incluyamos en él sólo al Arte en tanto Forma Simbólica, signo bajo el que Ernst Cassirer encierra el arte cuando ya se ha sobrepuesto a su forma primitiva en la que sus productos aparecían todavía con las funciones de uso y gozo indiferenciadas, estrechamente unidas, para aparecer ya, como teorizará a principios de la modernidad Schiller siguiendo a Kant, como actividad humana que persigue el gozo como fin directo, separado e independiente del uso, como trabajo humano destinado a producir ese placer que Aristóteles reconoce como aspecto inherente a nuestras percepciones, y que él sugestivamente aduce como prueba del deseo de conocer. Bajo esta condición civil, racionalizada, el Arte se ha convertido en un proceso demiúrgico (de demos y ergon), en la actividad destinada a producir para la vida civil, pública, o sea, para el pueblo, un objeto de gozo, habida cuenta de que el gozo no se logra sólo por la intuición directa de lo bello. Es cierto que lo bello produce por sí percepciones de intenso gozo. Pero la meta más radical del Arte no es sólo lo bello sino algo que lo trasciende. Su fin es el gozo perceptivo, del que sólo una parte lo suscita la percepción de lo bello. No sólo lo bello es fuente de catarsis –función que al Arte le reconoce Aristóteles-, de la descarga de sentimientos y emociones cuya sobrecarga enerva el movimiento y las funciones de nuestra vida mental; lo bello, en tanto aspecto del objeto o producto artístico, no es el único factor de un restablecimiento del equilibrio mental que, por cierto, como toda satisfacción, da gozo. Del vasto campo de los fenómenos de la percepción lo bello ocupa sólo una parte. No son de ningún modo dos espacios entre sí congruentes. El fin estratégico del Arte, su meta final, es producir un objeto de gozo que el ser humano sólo puede lograr mediante una actividad que adopta la forma de trabajo productivo, de un acto creador que se consuma a partir de la libertad en potencia. Su producto, la obra de Arte, cuya virtud es generar placer en quienes lo perciben, toma la forma de una construcción, de un producto de naturaleza tecnológica o tectónica que expropia para sí la condición y los caracteres de los entes de la naturaleza. La percepción del señuelo más elemental del orden de la naturaleza importa ya una incipiente simbolización y es ya mucho más que el fenómeno puramente físico del contacto sensorial del ente vivo con el medio. El señuelo es ya un triunfo de la inteligencia de la vida. El gozo perceptivo no se manifiesta todavía con la mera impresión del mundo sobre los sentidos. El gozo es una propiedad de la percepción, radica en una actuación de la inteligencia, emana de la condición gnoseológica, de la potencia cognoscitiva que se manifiesta ya en la más elemental percepción del mundo. Si esto es así, podemos a partir de aquí medir el alcance de la desalienación, el devenir de la epopeya de la libertad, el curso del proceso de la apoteosis que hasta hoy ha consumado ya la humanidad. El Arte, como se ve, es uno de los modos a través de los que el hombre asegura su supervivencia como individuo y como especie. Es una de las vías regias por las que la humanidad avanza paso a paso a la conquista paulatina de la libertad y al desarrollo de su capacidad para asumirla. El placer que nos causan las percepciones de nuestros sentidos son una prueba de esta verdad, la de que todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber, enuncia el texto de Aristóteles que encabeza los temas de su Metafísica. Primero, para Aristóteles el placer que nos causan las sensaciones es prueba del natural deseo humano de saber. Segundo, ese deseo es un fenómeno que pertenece al orden natural, no al cultural, no es una condición exclusivamente humana, pues, con su texto el Estagirita nos está diciendo que para él tal deseo nuestra especie lo comparte con las especies animales, o, podríamos decir ya generalizando, tal deseo de conocer es una propiedad de todo el orden de la vida. Y en coherencia con esta interpretación de su texto, o con este énfasis, más bien, que hemos puesto sobre algunos de sus conceptos, en otro párrafo ubicado más abajo Aristóteles enuncia algo que no por obvio, ya que podemos constatarlo por nosotros mismos, resulta menos necesario afirmar: los animales reciben de la naturaleza la facultad de conocer por los sentidos. ¿Y quien puede negar que percibir es conocer por los sentidos y aun que los animales gocen igualmente de sus percepciones? En suma, es del fenómeno del conocimiento que se cifra en nuestras percepciones de donde emana el gozo perceptivo. De este modo Aristóteles nos pone a la luz la función pedagógica del Arte. Que el Arte tiene por objeto no sólo lo bello sino el gozo perceptivo podríamos advertirlo en aquellos casos en los que el gozo de la obra de Arte, a veces y bajo ciertas condiciones, emana del conocimiento que importa la percepción de la condición humana en general o en particular de nuestro pueblo, de nuestra gente, de nosotros mismos.
Casi sin excepción los textos de la Filosofía del Arte así como las doctrinas de la Estética no se empeñan lo suficiente en aclararnos que sus concepciones sobre el Arte resultan de haber puesto como objeto de análisis este momento del Arte como Forma Simbólica, el Arte tal como aparece bajo esta fase racionalizada de la vida, montada sobre las condiciones de un orden civil, sobre las nuevas experiencias humanas durante no menos ya de seis mil años del modo urbano de su vida social. Podríamos decir que el Arte como Forma Simbólica o como Modo de Conocer específico, tal como hemos preferido designar el fenómeno en otro libro nuestro, surge, se desprende o abstrae de la Forma Simbólica Mito, es decir, bajo esta nueva condición el Arte abiertamente deja de ser un puro componente interno del Mito, deja de ser elemento concurrente en -e inescindible de-, la forma Mito. Ahora bien, esta circunscripción conceptual del Arte, esta más estricta delimitación del campo de referencia que emana de la inteligibilidad del signo Arte, nos viene bien aquí ya que sobre esta Forma conceptual suya girarán como sobre un supuesto nuestras consideraciones.
Ya hemos citado de modo estrecho y alusivo algunas concepciones sobre el Arte, elementales, cierto, pero cargadas de potencia como un átomo originario, concepciones que se cifran en algunos textos de Aristóteles, de Kant y de Schiller. De igual modo atendamos ahora a conceptos sobre el mismo objeto de León Tolstoi y de Oscar Wilde. Veamos primero lo que sobre nuestro tema nos dice el novelista ruso, que a diferencia de la fe religiosa ciega de su no menos grande compatriota contemporáneo, Fedor Dostoievski, no desdeñaba el instrumento de la razón en las funciones cognoscitivas del Arte, tanto que en Guerra y Paz podemos asomarnos a una incipiente ciencia de la guerra y a una concepción de la Historia, a una sociología de los conflictos humanos y a la de algunos de sus vórtices ideológicos como por ejemplo la transparente condición humana que nos expone de los ideales y el funcionamiento de la masonería rusa, aspectos subyacentes de su gran obra en los que me detengo para no incurrir en una trivialización del grato despliegue de los inmensos cuadros de su epopeya rusa y de los minuciosos detalles psicológicos de sus numerosos personajes. ¿Por qué, pues, con una persistencia de síntoma el arte acompaña la producción de la vida de los hombres sobre la tierra? Como la lengua en la que el hombre se expresa a sí mismo, partitura sonora, textura gráfica, red sobre la que el hombre se pone y se expone a la inteligencia de sus congéneres, según la naturaleza que bella y acertadamente en ella encuentra Walter Benjamin, el Arte resulta de una pulsión elemental de la vida humana, de la necesidad de comunicar la epifanía de lo real maravilloso que de pronto se asoma a nuestro mundo, del sólito deseo de compartir las expropiaciones que del mundo hacemos y de construir con ellas un hogar común, de compartir una acepción de las cosas de la naturaleza unificada por la fuerza de su realidad, por la fuerza de su realización, y que de este modo se disuelvan o siquiera se desaporicen los límites insoportables de la mónada en la que ambiguamente se enclaustran y preservan los evanescentes contenidos de nuestra conciencia. Esto es lo que en su lengua y con otras palabras, y de modo más grato, nos dice León Tolstoi sobre el Arte, o mejor dicho, sobre esta singular relación productiva que liga al Hombre con la Naturaleza. ¿Es acaso diferente a la pulsión sobre la que se monta la producción de la Ciencia? No, por cierto, aunque sólo podemos ver la identidad si bajamos más hacia la raíz del acontecimiento, penetrando más allá de la trama de intereses usuarios que se precipitan sobre los productos de las ciencias. Esta identidad radical del fenómeno señala la identidad esencial de la función humana de las Artes y de las Ciencias: ambas son instrumentos, o modos, o mediaciones, a través de los que el trabajo humano, el poder de la libertad en acto operando sobre el acontecer irreversible, sobre lo existente en tanto estar ahí sostenido en las coordenadas de tiempo y de espacio -digámoslo así aquí para signar eso que habitualmente se dice con la metáfora ser ahí, metáfora en la que el ser, capitis deminutio de por medio, deja de ser para producir su epifanía como ente-, estar o estado éste que es la oportunidad para el desarrollo del poder de la inteligencia humana, actividad que produce y sobre la que se mide la evolución de la mente del hombre, a la vez que a través de ello aumenta los recursos de su supervivencia como especie, enriquece la apropiación del conocimiento como condición de la apertura a nuevos horizontes de conocimiento, funda sobre lo apropiado sus aspiraciones nuevas a alcanzar todavía una mejor inteligibilidad del mundo. Hago aquí un uso insólito y no autorizado de nuestra lengua para señalar, con este giro, el estar ahí siempre tan precario del ente, y eludo el uso del modo ser-ahí más familiar o más acostumbrado –y, quizá, por razones que desconozco, más preciso-, pues el ser se me aparece tan gerundio, se me muestra con su tiempo tan presente continuo, que torna inocua la pretensión del agregado ahí de recortarlo, sino que más bien el ser lo arrastra hacia sí y lo pone bajo su influjo de un modo indebidamente dilatado, relativamente indefinido, de un modo no muy genuinamente eternizado. Si caigo en un error quizá se deba a que no puedo sobreponerme a la realidad que está en mí y en la que el ser absorbe todo el tiempo en sí y en la que el ente es apenas y sólo un estar del ser, un estado del ser, una manifestación particular y efímera del ser, aunque es sólo bajo el modo analítico de ente que el ser se pone al alcance operativo de la inteligencia humana. Si concibiéramos al ser como un dios conceptual diríamos panteísticamente que los entes son sólo emanaciones del ser. Aristóteles diría limitando las referencias de su lengua filosófica al campo ontológico, al de los conceptos y categorías del Conocer, que los entes son modos del ser en tanto ser.
La señalada idéntica y radical pulsión humana por el conocimiento sensorial y por el conocimiento racional, la primera tal como nos lo hace ver Tolstoi en sus ensayos sobre el Arte y la segunda tal como lo ha expuesto Aristóteles al principio de sus textos de Metafísica, demanda pues un esfuerzo, un trabajo en tanto forma más acabada de la acción humana (valga el pleonasmo pues la acción es un carácter distintivo de humanidad, así, la acción no puede ser sino humana) cuya esencia no es otra que el poder operativo de la libertad, atributo esencialmente humano, cuya posibilidad y eficacia coyuntural queda enmarcada por la disponibilidad y oportunidad que fijan las coordenadas materiales del Tiempo y del Espacio. Este empeño supone pues una Política del Espíritu como para su caso, ubicado en el epicentro de la universal crisis moderna de la cultura, ha planteado con refinada inteligencia Paul Valéry, aunque a nosotros, para despojarla de su velo místico, para limpiarla de su pátina contemplativa, nos guste más signarla como Política de la Inteligencia. La Política de la Inteligencia está entendida aquí como esgrima de instrumentos y métodos ajustados al momento o período de la evolución humana para estimular y facilitar el desarrollo social que corresponde a este su concreto período, desarrollo medido sobre el eje de un acrecentamiento del poder de la inteligencia humana. Se trata de un modo de asumir el poder operativo de la libertad, en tanto facultad humana, y generar con la cooperación del demos, del pueblo, durante el período o coyuntura, una más alta eficacia en su lucha por la conquista de los objetivos espacio temporales de su proceso apoteótico.
Esta frontera del movimiento del conocimiento y de la evolución de la vida mental de nuestra especie, es el escenario en el que se pone en acto esa constante y paulatina apropiación del mundo, ese modo por el que el mundo se hace humano paso a paso, al tiempo que el hombre se hace mundo, existencia, en el que se construye y refacciona como ente. En este campo in fieri, propiedad radical de la materia, y como consecuencia de la perpetua incongruencia del movimiento del conocer siempre finito respecto del movimiento del ser siempre infinito, y al legitimarse ante el tribunal de la humanidad esos aspectos nuevos de la naturaleza, lo real maravilloso, como integrantes regulares del continente humano, se producen esos fenómenos gnoseológicos que conocemos como fenómenos de ruptura de la aporía transitoria del ente humano, los fenómenos de la ruptura estética y de la ruptura epistemológica. Aspectos nuevos del mundo entran así en el continente humano surgiendo de esa inefable inmensidad de la indiferencia, de esa infinitud indiferenciada bajo la que configuramos nuestro reconocimiento del reino de lo aun inapropiado. Y los dos modos de conocer que el hombre ha desarrollado hasta un grado que no deja de maravillarnos, el conocimiento sensorial y el racional, dicho así a modo de licencia gnoseológica, pues el conocimiento racional no deja de recurrir al principio de realidad a través de la función constatativa de la experiencia mientras que el sensorial o intuitivo se ha enriquecido tanto integrando a su modo los aportes del orden lógico del inteligir racional, estos dos modos, pues, muestran la unidad de la inteligencia humana, o como diría Aristóteles para potenciar la capacidad gnoseológica, muestran a la inteligencia en su unidad de ser en cuanto ser, de la que sin embargo se pueden predicar estos dos modos. Magnífico potenciamiento de la razón, digámoslo de paso, que Aristóteles instrumenta para esgrimirlo contra los sofistas, indicando que, al contrario de lo que ellos creen, la verdad del mundo no se manifiesta como un universo de partículas independientes, o para decirlo en la lengua de filosofías que lo han heredado, no como un mundo de mónadas que navegan en un espacio continuo y uniforme e incapaces de organizarse en subsistemas particulares y de desatarse en vórtices singulares sujetos a sus propias leyes, ajenas a las del sistema general, y que bien pueden arrastrarlo tras de sí, sino, piensa el Estagirita, el mundo es una unidad de ser, una integración de unidades, cuyo curso real de unidad y diferenciación sólo el discurso de la dialéctica puede seguir. Aristóteles se sobrepone así, y en relación a este nudo, a esta coyuntura, al todopoderoso influjo de la primera sociedad de mercado, la sociedad clásica griega, influjo que domina acabadamente a la sofística, fenómeno que, a otra escala, se repetirá después durante la naciente reanudación del proceso moderno de formación de la sociedad de mercado, en las concepciones de Leibniz, por ejemplo, que entiende el espacio y el tiempo continuo y uniforme de Newton de modo que justifique y legitime su principio de razón suficiente, o para decirlo con mayor claridad y precisión: su principio de la suficiencia de la razón (y entendiendo por razón aquello que habían conceptualizado los griegos como tal, concepto de razón en ese momento aun no superado), fundado en el supuesto de que el efecto asume y contiene todos y sólo los contenidos de la causa. Nada se pierde, todo se transforma, entenderá consecuentemente la dinámica de la Física clásica. El liberalismo político, en su momento magnífico instrumento de una escalada en el proceso de liberación humana, durante un glorioso período de su apoteosis, doctrina política contemporánea de las de la ciencia y la filosofía producida por estos dos grandes científicos filósofos, concomitantemente piensa a la sociedad como un agregado de individuos humanos independientes entre sí, ubicados dentro del Estado al modo como las moléculas de un gas quedan limitadas por su recipiente. Desestima la subversión de las conductas “normales” de las moléculas humanas, desorden subversivo del orden general que puede producirse a causa, entre otras muchas, del influjo del medio ambiente que afectan de modo desigual al recipiente y más a algunas que a otras de sus moléculas, principalmente los efectos térmicos de medio ambiente en este caso. Es natural que el orden republicano consista para la teoría liberal sólo en evitar el choque de las moléculas humanas y en preservar su tan vulnerable libertad individual amenazada sólo por la omnipotencia del Estado. Aislamiento tan radical del campo bajo análisis, simplificación tan extrema de las relaciones entre sus componentes, sin embargo de que el aislamiento y la simplificación sean parte del poderoso recurso tradicional de la abstracción racional, no ha sido obstáculo para que el liberalismo guíe y potencie eficazmente la acción política durante un momento clave del movimiento social y para que la humanidad alcance con ello un estadio no poco glorioso en el proceso de liberación humana. Pero el tiempo histórico, el tiempo que construye humanidad, irreversible, lo ha despojado de su vieja funcionalidad instrumental y ha terminado por dejar al desnudo sus falencias. Es fácil y poco glorioso descalificar acerbamente en teoría al liberalismo hoy, sobre todo cuando no se enfrenta en este plano la enraizada estabilidad de sus enclaves supérstites. Ahora bien, las doctrinas de las ciencias y de las filosofías de aquel tiempo, sin menoscabo de su portentosa eficacia, han terminado por dar acabado cumplimiento a su condición gnoseológica manifestándose como un efecto característico del todopoderoso tiempo y su cultura, efecto que nos ha enseñado a distinguir y atribuir a sus raíces G.W.F. Hegel. Pero con señalar este su estado actual, perceptible sólo si nos ubicamos sobre ciertos estratos de lo real, allí donde la naturaleza nos deja ver a veces sus maravillosas epifanías específicas para que a su vez las incorporemos al campo de lo que tomamos por lo real, si bien señalamos hoy en la vieja teoría política liberal su pérdida de funcionalidad a causa de su misión propia bien cumplida y acabada, no estamos negando su persistencia, sea a través de fundamentalismos o reformulaciones, ya que la caducidad de su entidad actual no está puesta universalmente de manifiesto ni deja de servir a la subsistencia de intereses creados, lo que da cuenta y razón del porqué, como ha visto Nietzsche, los hombres vivimos largo tiempo bajo la sombra de nuestros dioses muertos.
Ahora bien, en el plano de lo perceptivo, en el campo de la Estética, el fenómeno de la ruptura gnoseológica, ruptura de la estructura perceptiva tradicional y común, de la estructura perceptiva del mundo socialmente compartida, lo nuevo, el aspecto de la naturaleza que se asoma al mundo que tenemos por real, al mundo que tomamos como lo real, composición esta que se inscribe en el campo de nuestra subjetividad, o, en otras palabras, materia no óntica sino construcción inmanente al campo ontológico, y como tal, categoría de la gnoseología, esto nuevo, pues, aparece como un fenómeno extraño, incongruente en relación a los componentes del continente perceptivo tradicional, viene acompañado de rasgos más bien siniestros que no dejan de suscitar el temor y el temblor que se elevan como cresta de una incipiente angustia. La novedad invita a un cerrado rechazo instintivo, levemente informado por, y justificado como, un primordial acto defensivo del yo. Toda ruptura sensorial, toda invasión de la naturaleza al campo tradicional de nuestra realidad, cada epifanía suya que perturba la estabilidad de la patria sensorial de nuestra vida mental moviliza las fuerzas de la resistencia colectiva de los compatriotas y hasta puede condenar a la ignominia al autor de la apertura, al osado descubridor de lo nuevo. Momento de la paradoja: el demiurgo, servidor del pueblo, aparece prima facie como un traidor a la patria real.
Y mientras las nuevas formas del Arte no se legitimen en el continente de nuestra realidad, esta novedosa epifanía de la naturaleza no podrá ser tal para uno, no podrá ser integrada al universo de composiciones de nuestro continente de lo real, que suponemos absolutamente congruente con el orden natural, y no podrán serlo sino a partir del momento en que tales epifanías puedan pasar a través de estas formas del Arte ya regularizadas en nosotros como lo real, ya homologadas a nuestra realidad. Que la Naturaleza imita al Arte es una verdad de profundas significaciones que, según Borges, el mismo Oscar Wilde es quien nos la ha expuesto a través de un aforismo. Pero de un aforismo que anuda un universo inmenso. A esta epifanía de la naturaleza que el Arte introduce en nuestra vida mental de modo que se integre así como un componente de nuestro continente de lo real, algunos estudiosos lo han asimilado al orden de lo mágico que es, en rigor, propio, exclusivo, de la intelección mítica del mundo. Parece, entonces, no condecir esto con la inteligibilidad actual del mundo, incluida la puramente estética, ya que también en ésta concurren hoy modos no míticos de entenderlo. La magia es una categoría clave y exclusiva de la mística propia del modo mítico de conocer. La mística del orden mítico opera con la magia en tanto recurso propio, en tanto técnica inescindible de su modo de entender. La magia, digámoslo de paso, no es de ningún modo un recurso de la otra mística, de la mística propia de la Forma Simbólica o región ontológica de la Religión, en tanto esta se aplica al entendimiento no de este mundo sino del sobrenatural. Los misterios que integran la percepción mítica del mundo son siempre naturales, no sobrenaturales, son siempre atributos de la misma Naturaleza, una naturaleza, claro está, rebosante de vida material y espiritual, de inteligencia, modo de verla paradójicamente más verdadero que el que ha sido hasta hace poco el del hombre moderno que se atribuía la inteligencia como un don, como una propiedad exclusiva. Así, oímos hablar de un “realismo mágico”, que parece no tener un significado suficientemente preciso, que diga lo que parece querer decir. Lo mágico es un recurso instrumental del modo mítico de conocer totalmente ajeno al modo racional. El Arte, sin perjuicio de haber conservado su condición de intuición, de fenómeno sensorial, ha recibido como factor de evolución, hasta emerger del campo del Mito, una gran influencia del modo racional de conocer, cosa que lo ha llevado a convertirse en lo que Cassirer distingue hoy como Forma Simbólica autónoma. La Poética de Aristóteles da cuenta de este proceso de racionalización que ha hecho posible el surgimiento del Arte como disciplina autónoma de un modo específico de conocer. La teoría aristotélica formaliza al Arte sin que la autoridad del filósofo excluya las rebeldías contra el clasicismo ni erradique su condición evolutiva en tanto componente de la cultura. Si lo mágico conserva hoy alguna inteligibilidad, sin perjuicio de su enorme peso como materia componente del campo sociológico, ella se reduce a lo fantasmagórico de todo lo que tomamos por lo real, a lo reverberante y a la vez evanescente de los componentes que en nuestra vida mental aparecen como lo real. En este caso, entonces, con este alcance supérstite de lo mágico, con esta supervivencia acotada o superstición, todo lo real, y todo realismo por ende, viene a ser mágico, con lo que tales términos terminan por remitirnos al campo de referencia de una noche cerrada en el que todas las vacas son negras. Claro está que lo mágico lejos está de dejar de participar, y aun en gran medida, de las realizaciones de nuestra vida mental, pero no llenan ya bajo su condición específica todo nuestro continente de lo real, ni mucho menos, pero, sobre todo, los contenidos del término mágico no son congruentes con el efecto humano del Arte, Forma Simbólica que hoy dota a la cultura de una inmensa gama cognoscitiva que de ningún modo puede ser identificado como fenómeno de naturaleza mágica. Pues, existen también en el hombre de nuestro tiempo, aunque podamos conceder que de manera incipiente, producciones de la inteligencia racional que se integran al mismo campo de lo real, y si la inteligencia racional, además de ser un factor del Arte como Forma Simbólica, tiende a ganar un espacio creciente en nuestra vida mental, no se ve cómo la concepción que reduce las producciones del Arte a una mera realización mágica le haga justicia a la efectiva función del Arte como factor de desarrollo humano. Además, ya en su puro efecto de placer estético, de gozo perceptivo, el Arte alcanza una realización gnoseológica propia del continente de las civilizaciones, esto es, no de la cultura primitiva sino de la fase nueva, civil, de la cultura. Volvamos a Aristóteles para recordar que el Estagirita aduce como prueba del deseo humano de conocer el placer estético, el gozo que acompaña a nuestras percepciones. El placer, el gozo perceptivo no constituiría prueba alguna de este deseo si no contuviera en sí mismo conocimiento. El hombre entiende lo natural a través de esa trama evanescente y precaria que es lo real, trama que compone no sólo mediante la magia en tanto categoría del modo mítico de conocer sino mediante toda la gama del modo perceptivo de la inteligencia humana en concurrencia con el creciente modo racional de conocer.
A mi modo de ver, lo real es el universo de contenidos inmanentes a nuestra vida mental, de modo tal que no solo todo lo racional es real sino que con el mismo título todo lo sensorial también lo es, y vale esto aun cuando no sea, según los hermeneutas de mayor prestigio, la referencia ni el sentido de la ya tan ilustre y siempre muy ilustrada expresión de Hegel. Hay una acepción común de lo real cuya extensión llega a ser más o menos congruente con lo natural. Así nos va cuando en la vida social se enfrentan dos composiciones personales y distintas de lo real con la misma pretensión de congruencia y legitimidad con lo natural. Para nuestro análisis es importante sin embargo que nos sobrepongamos a esa sinonimia, ya que, desde cierto punto de vista, lo natural es óntico, entitativo originario, no construido (como dice Aristóteles en un texto de su Retórica que no vamos a citar aquí); es la manifestación de algún componente del reino del ser, no del conocer. En cambio, lo real es ontológico, fenómeno de la percepción y de la construcción conceptual.
Ahora bien, en razón más o menos aproximada a lo que dijimos en el apartado que precede al inmediato anterior, la exigencia que el Arte le demanda al hombre de las civilizaciones, en lo que se refiere al proceso de su asimilación, es extraña a la relación del hombre primitivo con su arte-mito, así como tampoco la actitud de ambos momentos humanos frente a sus respectivos modos de arte son equivalentes. Para notar algunas de estas diferencias volvamos la mirada con un enfoque más preciso sobre nuestro tema al nivel en que lo veníamos planteando. La transferencia estética que pretende el artista, la develación de lo real maravilloso -que es lo natural ignorado hasta este momento de la develación- aparece al principio como una extraña creación del Arte, algo que la vida mental rechaza, repudia o elude asumir como parte de lo real. No se trata del mismo efecto que produce lo sobrenatural desconocido, propio de la Religión, que puede mantenerse total o parcialmente en el misterio, en lo desconocido, sin perjuicio del influjo que sobre algunos seres humanos de hoy alcance con eficacia contundente. Las creaciones del Arte que atrapan y reproducen los nuevos rasgos fisonómicos de la Naturaleza no pueden ser sino meros artificios ininteligibles para los habitantes de la vieja patria sensorial. Tales artificios no encuentran un fácil acceso a nuestro mundo de lo real. No son espontáneamente reconocidos ni pueden ser juzgados con ecuanimidad mientras no se legitimen como realidad en nuestra vida mental. Requieren de un proceso paulatino de asimilación, de integración a nuestro modo de componer la realidad, esto es, a nuestro modo realístico de entender el orden de la Naturaleza, o de la naturaleza de las cosas, digamos para no correr el riesgo de reducir su acepción a un campo demasiado estrecho. Esto es parte de lo que, sobre el Arte, nos enseña Oscar Wilde. He aquí la frontera perceptiva inmediata donde el artista cumple su función pedagógica de vanguardia, lo que no debe reducirse al cometido de los movimientos de vanguardia, ya que el artista “normal”, llamémoslo así en paralelo con el científico normal de Thomas Kuhn, bien puede estar trabajando en las fronteras de estratos y estribaciones de nuestra realidad particular todavía abriéndole puertas a la naturaleza para que entre al campo de nuestra vida mental, sobre todo en aquellos cuyo campo de lo real es muy estrecho, compatriotas que constituimos, de hecho, una inmensa mayoría.
Pues bien, el farragoso discurso precedente, a pesar de su manifiesta insolencia teórica y de los extraños cursos que refleja, todo lo que agrava su ya de suyo dificultosa intelección, nos servirá de todos modos para fundar en él nuestras consideraciones sobre los componentes de la misión nacional que se impuso Leopoldo Lugones, haya sido él del todo consciente o no de ello y de la tarea lograda en todo el alcance de su manifestación, producción que se perfila desde el punto de vista nacional aunque sus implicancias trascienden al orden de la cultura universal. Logros, además, y al parecer, en gran parte subestimados y desestimados, y en alguna medida, ignorados por él. La posibilidad de estos discernimientos no nace de una pretendida omnipotencia del analista para trazar sus relatos, riesgo del que no nos consideramos inmunizados, sino sólo de la perspectiva privilegiada en la que la Historia pone a sus objetos de conocimiento. Espero que esta promesa mitigue el ardor del esfuerzo al que he sometido la paciencia y la buena voluntad de mi lector.
II
Es de gran interés cultural investigar el proceso a través del que el arte se independizó del Mito, esto es, el período de maduración humana que produce una ruptura en el continente mítico, dentro del que el arte primitivo funciona aun como componente consolidado en un haz de diversos lenguajes concurrentes, físicos, gestuales, escénicos, corporales, rítmicos, pictóricos y musicales, para alcanzar a través de esa apertura su formación y florecimiento específico como Arte, esto es, como función simbólica independiente, como modo nuevo de conocer y producir recursos para la vida humana. Lo que queda puesto de manifiesto tras la consumación del cambio es que la actividad de este trabajo productivo se dirige ahora a un fin propio y exclusivo, se dirige a producir una obra que directamente satisfaga las pulsiones cada vez más exigentes de la necesidad humana de experimentar el gozo perceptivo. No se trata ya de que la producción de utensilios y funciones, de métodos y liturgias, genere de manera adhesiva y solidaria, como por añadidura, ese efecto genérico de gozo sensorial. No. Importa un giro muy pronunciado que abre un camino pleno de recursos nuevos para el desarrollo de la humanidad. Ahora bien, la pobreza de estos indicios, sin perjuicio de su utilidad, sólo nos permite constatar una suma de acontecimientos apenas conexos y con este logro estamos aun muy lejos de alcanzar una explicación satisfactoria respecto de los cursos y recursos del proceso. Es decir, el interés cultural no se reduce sólo a determinar los puentes y vías de la transición sino que demanda conocer las condiciones culturales nuevas, las exigencias de respuestas y soluciones apropiadas a las nuevas condiciones sociales de la vida humana que promovieron la ruptura de aquellos primitivos modos tradicionales de la original relación humana con la naturaleza. Para hacer actual la posibilidad del abordaje de un emprendimiento tan vasto y exigente, extremadamente vasto y exigente aun para metas limitadas y adecuadas al actual período evolutivo de la inteligencia, debemos tener en cuenta que la cultura dispone ahora con comunidades de trabajo que recurren a una áskesis intelectual que incorpora los contenidos más universales que produce hoy el conocimiento humano. Este estadio actual del conocimiento humano que ha acumulado una ingente riqueza a través de la multiplicidad de enfoques que se corresponden con un número creciente de comunidades de trabajo productivo de conocimiento, y crecientes también en diversidad, en composición y en calidad, le permite ahora al trabajador de esta empresa productora de conocimientos, por vía de estas múltiples disciplinas, ubicarse en distintos estratos de lo real sobre cuyas perspectivas puede ponerse en condiciones de visualizar las constantes y novedosas epifanías de lo natural. El nivel actual de la división del trabajo no sólo impulsa el desarrollo civil de la sociedad humana y su cultura sino que brinda recursos para el desarrollo directo del espíritu humano, de la inteligencia del hombre individuado, sede central sobre la que confluyen, con desigual eficacia aun, los diversos procesos del continente humano.
Esas condiciones básicas son de alto valor porque el conocimiento humano se nutre en primer término de las pruebas y testimonios que permiten definir la naturaleza de su objeto, que autorizan a establecer el modo sistemático de ser y de proceder de los objetos de su campo, según resulta del trabajo productivo de las ciencias específicas. Pero no porque alcancen esta legitimación de pruebas y testimonios directos y específicos dejan de estar sometidos al albur de las crisis y a la necesidad de su corrección y ajuste, y no sólo por la irrupción de nuevos testimonios y leyes que producen sus propias ciencias, sino a uno con las que produce el universo cada vez más vasto y eficaz del conjunto de disciplinas del conocimiento humano, para indicar que su efecto concurrente de vasta fuente no se reduce sólo al campo del conocimiento racional. Tengamos en cuenta pues que certidumbres nuevas del conocimiento acabadamente fundadas, como por ejemplo la condición evolutiva de la vida así como la del universo cósmico, antes escasamente inteligibles, siembran hoy la incertidumbre en algunas regiones ontológicas tradicionales y en diversas ciencias particulares, formulándoles una formidable crítica al conjunto o a partes de sus doctrinas, a sus sistemas de regularidades estables. Se entiende así que se vea cada vez con mayor claridad el carácter de fuente del desarrollo del conocimiento humano la condición radical de la unidad del mundo, la unidad del ser que se despliega sobre diversos modos, y la unidad de la inteligencia en tanto propiedad de la vida, unidad que a su vez se despliega a través de distintas disciplinas, multiplicidad precaria y endeblemente justificada en el aun incipiente desarrollo de nuestra especie.
En la marcha de esta tarea de rastrear las vías y de desentrañar las condiciones y recursos que han concurrido al surgimiento del Arte bajo su forma actual, es probable que cumpla un rol muy importante el fenómeno de la transición de las funciones específicas de la lengua, dado que la lengua, bajo su original modo de habla, es la forma dominante de la constitución de los lenguajes del Mito, en tanto el Mito es el modo de conocer ya propia y exclusivamente humano que llena la primera fase del desarrollo de la cultura, es decir, de la vía de evolución que el hombre ha abierto exclusivamente para su especie con la fundación de la cultura. En efecto, la transformación de las funciones humanas de la lengua es un campo que nos promete conocimientos elementales sobre los primeros pasos, los primeros gradientes, de la constitución del Arte en tanto forma simbólica, del Arte en tanto específico modo de producir conocimiento humano y las correspondientes tecnologías del gozo perceptivo. Las formas manifiestas de esa transición se expresan en el paulatino desuso y decadente prestigio de la fuerza fáctica de la palabra que era propia en la fase pura del Mito. En esta fase el sonido, materia de la palabra, en tanto aspecto común, propio y universal de la naturaleza, no pierde su condición de tal, de fuerza natural, cuando lo genera el hombre mismo, por lo demás descendiente carnal, progenie material, del poder creador de la madre Naturaleza. Bajo esta condición es de una lógica sensorial intachable que la palabra, en tanto fuerza natural, tenga un efecto natural, físico, en el mundo, pues ambos son de idéntica naturaleza. En tanto instrumento connatural del mundo la palabra tiene la función de generar salud, de expulsar los males, de producir lluvias o de mitigar las iras de la madre naturaleza. En el orden del saber mítico todos estos entes están animados, todos son a la vez espíritus y materia, que en tanto formas bien pueden escindirse y recomponerse, y nada impide que la materia se esfume en espíritu y que el espíritu se concrete como materia, modo ordinario, además, bajo el que habitualmente se manifiesta la naturaleza. Pero no a causa de esta multilateral plasticidad de las formas de la naturaleza puede entenderse que por alguna ruptura, por algún portillo del continente natural, alguna de estas formas pueda escaparse de su mundo, del continente de la fisis. No había llegado aun el tiempo humano de la meta-fisis. Así las cosas, lo místico, el misterio, a diferencia de lo que sucede con ello en el campo de la Religión, en el Mito no es meta-físico sino un modo también físico del ser.
Esta función propia de la lengua dentro del mundo de la cultura mítica, decae al paso que crece la experiencia nueva de la vida urbana, a medida que urge la solución de los arduos problemas de producción masiva de los medios de vida, que exigen la invención de una tecnología agraria, la solución exitosa de las demandas en la construcción urbana, del nuevo nivel y formas del ordenamiento, organización y conducción social. La ciudad, la vida civil, a medida que se consolida, será la matriz, la horma en la que se fundirá la nueva forma de la cultura, la forma de las civilizaciones. La condición radicalmente demiúrgica del trabajo productivo, exclusivamente humano, no la actividad meramente recolectora o depredadora compartida por las especies dentro del reino animal, se despliega abiertamente en esta fase y pone en evidencia su función humana en tanto agente e instrumento de la apoteosis, de la desalienación del hombre, que, al contrario de lo que supone Jean Jacques Rousseau, nació mentalmente encadenado, físicamente sometido, espiritualmente subyugado al poder omnímodo y formidable de su madre naturaleza.
Este giro de las funciones humanas de la lengua que lleva a la declinación irreversible de la vis física, a la disipación de la fuerza generadora de naturaleza que el Mito le atribuye a la palabra, especialmente a la palabra litúrgicamente pronunciada, para desencubrir, para dejar expuesta a la evidencia cada vez con mayor nitidez su fuerza persuasiva, constituye una de las magníficas realizaciones de la cultura que acuñan la ruptura de la realidad mítica, ruptura a través de la que, más adelante, no solamente se producirá el nacimiento y el florecimiento del Arte como función simbólica sino que se manifestará como un aspecto fundamental de la formación y nacimiento de la inteligencia racional que desplegará de ahí en más su irrefrenable fuerza revolucionaria en la cultura. No es posible aquí abordar la cuestión ni siquiera en el modo sucinto que hemos adoptado para exponerlo en nuestro libro Saber y Verdad. No obstante, extraigamos de aquí esta conclusión: En el campo específicamente racional, en el que la razón se sentía llamada a operar con exclusividad, función que madura en la cultura griega, las relaciones de la nueva inteligencia racional con la cultura griega tradicional de la inteligencia perceptual, que reinaba hasta ahí mereciendo los más altos lauros del prestigio, manifiesto en el amor de los griegos clásicos por su poética y por su retórica, las tradicionales formas intuitivas de su identidad nacional, tales relaciones, pues, fueron de un abierto antagonismo, tanto que todavía resuenan en la Historia de la Filosofía los instrumentos erísticos de la batalla, mientras que en el campo del naciente Arte fueron de pacífica cooperación logrando la más acabada integración. Brevitatis causae remitamos nuestra lectura a Aristóteles, a los textos de su Poética donde podemos oírlo hablar como si nada bélico hubiera dicho respecto de los retóricos, como si no hubiera crucificado en la Metafísica a su antes admirado maestro Anaxágoras, “el sabio” como lo llamaba en una de sus Éticas, echándolo en la fosa común que compartiría, en conceptos del gran estagirita, con Heráclito y los sofistas.
El surgimiento del Arte como Forma Simbólica o nuevo modo de conocer participa de las mismas condiciones materiales sobre las que se forma el nuevo modo de la inteligencia humana, el modo racional, raíces comunes que podemos identificar en las formas nuevas de la organización y producción civil de la vida humana.
III
Ahora bien, nuestras conjeturas toman como objeto a Leopoldo Lugones. No al Lugones íntimo –carecemos de talento y disposición para esto-, no pues al hombre en las dimensiones de su vida privada y secreta, modo en el que cada uno es para sí más que para los demás, y que cabe distinguir, como hace Borges, del Otro, del que es él en nosotros, modo de ser éste del que no cabe hacerlo responsable a Lugones sino en una medida muy elemental, cuando, no obstante, es el plano sobre el que se nos torna posible introducir la medida del éxito y del fracaso de su obra, sobre el que podemos –tal como en este caso es lo que queremos hacer- medir la eficacia hominizadora de su producción . Tomamos pues al hombre público, al Leopoldo Lugones que se configura en los juicios y en la estimativa de sus lectores, de sus críticos y de sus admiradores. Otro sí digo, pues: Sobre la obra de Lugones, como sobre la de los grandes creadores de la cultura, han girado hasta consumarse muchos modos de nuestro modo de ser y proceder y giran aun trazos y caminos abiertos al desarrollo de la humanidad que regionalmente nos compete, de modo que, la evaluación de la eficacia de la producción de Lugones en la orientación o sentido que hemos indicado, es siempre sobre un cúmulo de efectos aun sin acabar.
Además, para no sumar otro sí digo, digamos aquí, sin falta, que tomamos sólo algunos rasgos del Lugones público, los suficientes apenas como para entrar con él, tomándolo como guía y asesor para este averno, en el fragoroso mundo de la Política y recalar periódicamente a modo de respiros en el mar de aguas más tranquilas de la política del Arte, nuestro tema central, política ésta de eficacia específica y diferenciada respecto de la política de la Política.
Borges, que lo conoció, no como amigo, sino como amigo y contertulio de su amigo y maestro secreto Macedonio, de quién nunca es necesario decir el apellido, y sí más bien resulta aconsejable omitirlo para no desdibujar su figura tan singular y sugestiva, dice que Lugones fue un hombre sencillo, un hombre de pasiones y convicciones elementales...No trataba de convencer; prefería siempre emitir juicios inapelables. Condición ésta que, sea de quien fuere, a Borges siempre le ha caído mal. Pero, con trazo simple que sin embargo cifra efectos muy complejos agrega que Lugones siempre concibió su destino como una disciplina. Apuntemos aquí este rasgo griego, del modelo aquiliano, de nuestro poeta prócer. Que fue un hombre solitario, orgulloso y valiente, ha dicho en otro lado, cuyos libros despertaron la admiración, pero no el afecto, y que murió, tal vez sin haber escrito la palabra que lo expresara. Tal vez, en efecto, no la haya escrito. Y quizá por esto para la Literatura Lugones haya quedado al fin y en última instancia inexpresado, pero nos parece que la diseñó con un acto, al clausurar su vida, pues, si no es para producir una explosión de luces en la inteligencia incipiente de su pueblo, ¿para qué la poesía? Y si no hay aquí un para qué, entonces, conforme a sus pasiones, ¿para qué la vida? Y el haber elegido para decirse, como Favaloro muy recientemente, este lenguaje trágico e inapelable de la muerte, cabe la conjetura, ¿fue acaso producto de una mala lectura de su influjo? Pues como dice con su autoridad sublime Jorge Luis Borges, para ser discípulo de Lugones no es (ya) necesario haberlo leído, tantos son los medios, las corrientes, los productos ya consumados por los que nos llega, los modos y las formas que la Naturaleza imita para alcanzar a mostrarse en nosotros con la legitimidad de realidad que nuestro campo de lo real le exige para homologarla. Admirador sincero, póstumamente al menos, Borges no se priva de sentenciar que la obra de Lugones es una de las máximas aventuras del castellano.
IV
Los que lo han estudiado atenta y minuciosamente advierten que “la trayectoria de Leopoldo Lugones se convirtió en la cifra de la transfiguración política en la historia de los intelectuales argentinos. Y en este sentido el nombre de una celebración, de un enigma o un repudio”. Estas son palabras de Marcos Mayer cuyas citas extraeremos de su obra “Lugones, la tradición nacional”, su valioso trabajo de introducción a la selección de “Prosas” de Leopoldo Lugones que edita Losada, 1992. Si esta última alternativa, el repudio, fuera la expresión sobresaliente del veredicto de su pueblo sobre la obra y la vida de Leopoldo Lugones, si a una estimación tan baladí quedara reducida la recepción pública que cabe respecto de todas las dimensiones de su generosa vida productiva, bien valdría morir una y otra vez por mano propia. El juicio que se enmarca en la perspectiva de las promesas compartidas de la militancia política, en la perspectiva comprometida de la vida pública, y que recae sobre la trayectoria de un hombre público y las expectativas que genera, sentimientos estos últimos extraños a él aun cuando tenga que asumir responsabilidades por ello, el juicio político, pues, está cargado de adhesiones ciegas o repudios. Esta condición de la estimación política que se manifiesta en el campo de la opinión pública acentúa su ya pálida y más bien cambiante composición general, que se nutre de los elementos de la más fácil percepción y de variada significación y valor. Pero, desde que hay en cada ciudadano una más o menos clara percepción de que de la actividad pública de los prohombres de una colectividad dependen las condiciones de su vida personal, el quehacer público de estos, y a veces hasta el privado, deja de ser un asunto indiferente para el conjunto de los miembros de la comunidad. Si la vida social, si la vida común, es la fuente de los recursos y la oportunidad para adquirir los medios con los que cada quién edifica su destino personal, el juicio sobre el valor del trabajo de quien opera en este campo, juicio que necesariamente se monta sobre estas expectativas, expresa y da salida a un humor teñido de esperanzas, o de frustraciones y temores. Estos caracteres de nuestro discurso concurren a definir el tipo de realidad que a medida que nos socializamos introducimos con mayor o menor intensidad y definición, en nuestra vida íntima. Cada ciudadano porta en sí alguna variante singular de este universo político compartido, lo lleva en sí, como lleva su conciencia. Lo político, en este sentido, es un aspecto del campo íntimo de lo real, del campo de lo real que ha construido en su vida mental. Y este campo personal, nada puro ni extraño a monstruosidades e incongruencias, este campo propio de la subjetividad que es lo real, es la única legitimación que tiene la naturaleza de las cosas para ser y valer para uno. La realidad, según hemos dicho ya, no la concebimos aquí como una existencia en el nivel óntico, sino que encontramos su espacialidad en el plano ontológico. Esta concepción que distingue naturaleza de realidad, la entidad cósmica, física, que es la naturaleza, de la entidad ontológica, construida, que es la realidad, concepción que es fruto de la experiencia intelectual personal, cualquiera sea su valor, me sirve a mí para establecer un orden en mis conceptos y me ha servido ya de instrumento para desenredar algunos tortuosos razonamientos, lo que me ha llevado a caer en la creencia de que quizá pueda compartirla con otros. Al menos, esta instrumentación debe ser esgrimida para desenredar mis propios textos. La realidad aparece aquí concebida, entonces, como una espacialidad construida, hominizada, una entidad derivada, una tangencia que incide en y compone la subjetividad, una derivada de la naturaleza que por diversos medios y caminos ha construido y construye en sí y para sí la inteligencia humana. Así es como lo novedoso de la naturaleza de las cosas cuando se realiza en unos, los maravilla, mientras para los demás aquello novedoso permanece ignorado. El intento de comunicar esta experiencia de lo nuevo, estas formas nuevas del mundo, provoca una gran incomodidad y zozobra en estos últimos que crece cuando crece su extrañeza; pues importa, bajo cierta manera, someterlos a una confrontación con lo siniestro, y esta tentativa de transferir un gozo, si fracasa, genera en el destinatario la necesidad de una elusión o de un repudio. La paradoja insiste en que el alienado vea en el demiurgo un loco.
A causa en gran medida de esta condición íntimamente interesada y de su dinámica vital más bien aligerada y veleidosa, propia de ese ya referido regimiento de la vida pública que es la Política, dinámica que condiciona las acciones y las relaciones en la vida social tanto en la paz como en la guerra, el juicio más completo y acabado sobre una personalidad sólo se logra cuando el razonamiento se sobrepone a tales condiciones y toma una adecuada distancia intelectual de estos apasionados y apasionantes intereses vitales de la Política, pausa que a modo de parámetro forma parte de un criterio racional hábil para inteligir cualquier episodio de la vida humana sea éste de naturaleza individual o colectiva. Ahora bien, para sobreponerse a estas limitaciones casi siempre demasiado rigurosas, la inteligencia humana se desplaza hacia otros planos de su propio campo de lo real, de modo que a través de estas diversas perspectivas la inteligencia del hombre puede componer una acepción no solamente más precisa sino más completa y fehaciente, menos vulnerable, de su objeto.
Que el arco político de esa trayectoria de la vida de Lugones, reducido a lo más burdamente manifiesto, parta de una versión original suya del anarco sindicalismo para serenarse luego en las redes partidarias de su afiliación socialista y que, incómodo aquí también haya abrazado después los ideales del viejo aunque no poco glorioso liberalismo y advirtiendo lo menguado de su instrumentalidad para lograr en alguna medida los fines a los que aspiraba, los objetivos a alcanzar canalizando y satisfaciendo la pulsión radicalmente humanista de su poética, creyera encontrarla por fin en su último espejismo, que él entendió como la Hora de la Espada, que viera en esto la forma del poder suficiente, paralela al trazado en otro campo de la razón suficiente de Leibniz, que entendiera que aquí radicaba una acumulación social del poder necesario para ejercer con prepotencia, y con una supuesta contundente eficacia, su misión, muestra la condición meramente instrumental que adquirió en Lugones la militancia política en tanto actitud y disposición para ejercer la libertad de operar sobre la inteligencia de su pueblo y lograr que éste se eleve por sobre la miseria, que se sobreponga a todo abatimiento, que tome a paso vivo el camino de su apoteosis. Tamaña empresa, gigantesca utopía, ya no es humana. Supera aun las dimensiones de su formación hercúlea y estentórea. Es remontar muy alto la esperanza y con ello asumir un riesgo demasiado elevado pues es sabido que en las cosas humanas la excesiva esperanza se torna fuente de asoladoras frustraciones. De modo que, se nos ocurre, este arco manifiesto de su carrera política, que se enlaza a las otras trazas de la entera trayectoria de su vida, se cierra de una vez con la violenta contundencia del cianuro, en una isla del Tigre, en el año de 1938. Hay amores no bien correspondidos. Hay una forma de amor que es quijotesca. Y este amor del discípulo sudamericano del Quijote por un objeto de sentimientos tan ambiguos y tan contradictorios es desde el vamos un amor imposible. A semejanza de aquellos extremos paladines que, para conservar más puro y vivo su amor, alejábanse del objeto amado, es precisamente mi afección por el pueblo lo que me impide acercarme a él, escribió en su juventud, según cita de Mayer, e hizo de este texto un manifiesto de su anhelo persistentemente frustrado. He ahí el escándalo secreto. La erótica poética que quiere acercar al otro hacia sí y compartir un mundo real maravilloso y la incomprensión abismal que los separa. Quien haya luchado con empeño y lleno de esperanzas por los intereses más o menos bien compaginados de su pueblo bien sabe que el amor que responde es siempre demasiado esquivo, cuyo desdén para algunos equivale a una inflicción por grados de la muerte.
Para algunos grandes políticos de su tiempo Sócrates no se distinguía en absoluto de esos incómodos maestros que habían prosperado en el terreno nuevo de la democracia, los sofistas, que enseñaban a los ciudadanos a hacer valer como verdades sus más caros intereses personales. Pero, levantar la verdad como bandera, en política, aún en Grecia, es cosa que a fuer de incomodar a los magnates resulta siempre extremadamente peligrosa. Sócrates aparecía como uno más de entre ellos. Esta apariencia se nutría de ese modo itinerante suyo y de ese aire hasta provocativo de su magisterio. Esta confusión política de los dirigentes griegos, esta condición alienada de la inteligencia pública, recayó sobre este maestro de otros grandes maestros, y no se contentó con golpear sobre el yunque férreo de su doctrina sino que atacó con la intención de quebrar la línea consecuente de su conducta. Al final de un proceso, estos factores le administraron la cicuta. Sócrates asumió el proceso y su condena sin violar una letra ni el más mínimo soplo del espíritu de las leyes de su pueblo. He ahí la radical y sublime diferencia. Para ponerla en evidencia, no solamente en su nivel moral sino en los fundamentos y calidad de su doctrina, racional la de Sócrates, sensorial, retórica, la de los sofistas, se han trazado sutiles hermenéuticas, se han escrito obras verdaderamente valiosas. El juicio político moral ventilado sobre los simples materiales de la trayectoria burdamente manifiesta de Lugones bien puede concluir en la condena a que se lo considere para siempre, pública e históricamente, un tránsfuga, o como piadosamente dice Mayer, en un sujeto de “transfiguraciones”. Lápida que importaría administrarle, ahora nosotros, una equivalente pócima, después de tantos crímenes también equivalentes, y tan atosigante como la que, para que se cumplan las escrituras de su Estado, bebiera sin dudar ni temblar, serenamente, el gran filósofo de Atenas. Sin embargo, cabe aun reparar la injusticia en nuestro caso, pues ya se le ha incoado a Lugones, reiteradamente, esta forma de juicio sumario, este procedimiento de celeridad ejecutiva. Para ello, abrámonos de nuevo a las pruebas que interponga su defensa y oigamos su alegato de bien y acabadamente probado.
No es propio de estos breves supuestos y conjeturas abundar en recursos judiciales. Basta para alcanzar su objeto seleccionar aquí de entre múltiples testimonios uno. Uno, pero de gran autoridad, de alta credibilidad, de consolidada fehaciencia, y de un testigo que acredita acabadamente el cumplimiento de las generales de la ley. Oigámoslo. Refiriéndose al procesado dijo: “Fue sucesivamente anarquista, socialista, elocuente partidario de los Aliados en aquella primera guerra civil europea que ahora llamamos la Primera Guerra Mundial, y predicó, al fin, la Hora de la Espada, o sea, del fascismo”. Los fiscales amonestan al testigo pidiendo que no se le permita introducir propaganda ideológica, específicamente cuando dice que se trata de una guerra civil europea para ocultar que el desacuerdo bélico versaba sobre el reparto de las colonias de Asia, África y de enclaves de América Latina, tacha a la que se hace lugar. Satisfecho el incidente, el testigo continúa: Lugones “nunca medró con estos cambios, fue siempre un hombre ético”. Ahora bien, cabe preguntarle al testigo cómo lo sabe y le consta esta condición del poeta, y así responde: “Vencedora la revolución militar de 1930, Uriburu le ofreció la dirección de la Biblioteca Nacional, cargo que él habría honrado...Lugones lo rehusó alegando que el amor de la patria lo había llevado a participar en la revolución y que, por consiguiente, no podía aceptar de su triunfo un beneficio personal”. Se le vuelve a advertir al testigo que se abstenga de encomios en cuanto a los méritos para ese alto cargo, sobre todo cuando el propio testigo lo ejerció. Finalmente el testigo abunda en detalles de otro caso para informar cómo es que lo sabe y le consta que Lugones “fue siempre un hombre ético”, detalles convincentes en cuanto a la sobriedad ética del encausado, condición que, según es experiencia universal, no se alcanza sólo con buenas intenciones, ni a través de un golpe decisivo de la voluntad y la razón, sino mediante una rigurosa ascesis que consume largos períodos de la vida, que no se logra sino tras una prolongada y consecuente áskesis hasta que se integra en el hombre como un modo de ser, como un modo de su ser. Esta última parte del testimonio, bastante conmovedor, tanto que a pesar de su brevedad amerita la condición de ser tan ilustre como la Apología de Sócrates, puede leerse en la Introducción de Jorge Luis Borges, el testigo del caso, a la Antología poética de Leopoldo Lugones, Alianza Editorial, 1998, pp.10 y 11.-
V
Ahora bien, una gran parte de la concepción de Lugones sobre la función del Arte, sobre la política del Arte, y en particular de la política concreta de su producción artística, se ha puesto de manifiesto en sus expresiones públicas. Sin embargo, otra parte equivalente ha quedado inexpresada o con expresión apenas esbozada, por lo que, las lagunas sólo podrían llenarse con conjeturas fundadas en un marco más o menos definido por aquel primer conjunto. La composición general algo incierta del campo y de los materiales de conocimiento que nos sirve de fundamento para el juicio, en consecuencia, no puede llevarnos sino a una conclusión provisoria, aproximada solamente. Aunque esta es la condición de todo saber, en este caso, en tanto fundamento de nuestras consideraciones, el error, la incongruencia respecto de lo que suele ser la calidad del trabajo que producen los eruditos y que habitualmente se cifra en la pretensiosa afirmación que se expresa como “el verdadero pensamiento de” (Lugones, en este caso) podría hacernos desembocar en un mundo radicalmente falso lo que justificaría tachar el intento como pura fantasía, como esfuerzo estéril, sin ninguna función. Pues, dado el caso, aún cuando nuestro razonamiento llegara a ser correcto, asentado así sobre supuestos falsos no puede sino conducir al error. Sin embargo, y con el fin de minimizar el riesgo y de mitigar el fracaso, nos valdremos del recurso de apegaremos muy prudentemente al saber de los especialistas, habiendo como hay estudios serios sobre la producción de la vida y la obra de Lugones. Para situar nuestro punto de partida, entonces, y los supuestos de nuestras consideraciones, tomaremos en cada momento de su discurrir textos lo más completos posible de aquellos estudios que si breves en extensión y reducidos en su número, para ajustarnos a los límites del presente trabajo, nos permitan sin embargo una aproximación creíble, una realización digna de fe.
Delimitaremos así los fundamentos de nuestras conjeturas respecto de la instrumentación de las políticas que esgrime Lugones apoyándonos en la palabra originaria, autorizada, de los autores que conocen profesionalmente el tema: “En 1911 ...redacta un texto...revelador de muchos elementos constituyentes de la política estética de Lugones”, escribe Marcos Mayer, p. 9, haciendo referencia a la obra de Lugones “Historia de Sarmiento” donde el poeta presenta a nuestro prócer sanjuanino bajo la percepción telúrica de la Montaña: “aglomeración de piedra, abismo, monte y agua”. “Esta tendencia hacia un registro oratorio se va profundizando en la obra última de Lugones”, constata Mayer, p.10, y esta tendencia, en Lugones, es consecuencia, claro está, de su elevado estro político, efecto propio de su persistente actitud pública de compromiso social, cualquiera sea la forma bajo la que Lugones lo entendiera. En efecto, la oratoria es índice de una intención persuasiva determinada, en el caso, indica una intención patriótica, una intención constituyente, formadora, si productora de gozo no ha de ser un gozo que cierre el esfuerzo estético y se abstenga de intervenir sobre otros efectos que la obra de arte genere en el destinatario, sino de un gozo que se hace cargo de un efecto consecuente dirigido a la formación de una personalidad preconcebida, a la estructuración del sentimiento, de los modos a través de los que la naturaleza de las cosas debe realizarse en el alma de un pueblo. Este interés político en tanto componente de la acción política de la Política, no meramente de la política inherente a la producción artística, que persiste a lo largo de la producción y la vida de Lugones, permanece incólume aun cuando ya se ha constituido (o quizá precisamente por eso) “el acta de fundación de la literatura argentina en la década de 1880, (y) se apunta a que es entonces cuando se establece una autonomía de la literatura respecto de la práctica política, cuando van a consolidarse los límites y la regulación de una actividad con legalidad propia y específica. Sin embargo, agrega Mayer, pp 10/11, la realidad sigue siendo, en tanto problema a resolver y programa a realizar, una exigencia permanente”, exigencia que es asumida acabadamente y sin fisuras, sin treguas, por Lugones. Pero a la vez, y sin perjuicio de esto, el poeta asume sin vacilar el programa de la autonomía de las Artes respecto del orden político, autonomía entonces recientemente venida a la cultura nacional. Sin embargo, su tozuda recurrencia a una cambiante pero continua militancia parece indicar que nunca entendió tal autonomía como una condición radicalmente incompatible con los intereses políticos inherentes a las funciones del Estado. Por su parte, Daniel Freidenberg, en su Estudio Preliminar a “Lunario sentimental” de Leopoldo Lugones, Losada, 1995, hace una lectura parcialmente diferente: “en julio de 1896, dice, Lugones sostenía que ‘el arte tiene una lengua propia para hablar, un cerebro propio para crear, un corazón propio para sentir' rechazando así toda posibilidad de adecuar el lenguaje de la obra artística a la necesidad de transmitir un lenguaje determinado”. Si por adecuar se entiende aquí subordinar, la hermenéutica parece inobjetable. Pero como en nuestro idioma, y tampoco en la escala más vasta de la lengua, no existe esta sinonimia, la interpretación que se formula en la consecuencia deducida resulta al menos un tanto confusa. Lo que sin dudas aquí, el entonces muy joven Lugones, en los inicios de su carrera intelectual afirma, lo que el incipiente poeta dijo recurriendo a esa metáfora de las zonas erógenas del mapa del cuerpo humano que trazaron los griegos, mapa al que a la humanidad occidental le cuesta tanto renunciar, afecta solamente al concepto de la autonomía del Arte. Afirmar esta autonomía, que según la cita es a lo que se limita el texto del poeta, no importa de suyo rechazar “toda posibilidad de adecuar el lenguaje de la obra artística a la necesidad de transmitir” otro lenguaje, con lo que Freidenberg parece aludir aquí al lenguaje de la Política, que es el que históricamente ha presentado el problema de su pretensión hegemónica sobre el del Arte. Cierto es que Lugones ha pretendido fundar la formación del idioma nacional trabajando sobre una estructura más bien estrecha de la lengua, cosa que Borges le reprocha atribuyéndole la paradoja de adolecer de la superstición muy española de creer que “en cada palabra el significado es lo esencial y nada importan su connotación y su ambiente”. Pero aún así esto no afecta a su apertura a la Política. Por el contrario, la militancia política, diversa, variada, es una paralela constante a su carrera intelectual. Esto parece más bien indicar la necesidad que siempre tuvo Lugones de asociar al menos, lo que supone siempre adecuar también, los lenguajes de estas dos funciones de su vida, la artística y la política, realidad esta última que fue para Lugones, como dice Mayer “una exigencia permanente”. Lo que en efecto produce Lugones de manera constante a lo largo de su vida es la acentuación de su interés en una política de la lengua pero sin por ello rechazar la posibilidad de hacer concurrir a su tarea nacional la política de la Política, lo que importa adecuar hasta cierto punto sus lenguajes. Y esto es precisamente lo que señala Freidenberg en un párrafo posterior al citado, ubicado en la p.12 de su trabajo donde glosa un texto escrito por Lugones ya una década después de aquel que ha transcripto en la primera cita y al que nos hemos referido. En efecto, ahora este estudioso crítico nos advierte que Lugones, en el prólogo de Lunario sentimental “procura... sostener la autonomía de la obra literaria y artística y al mismo tiempo convencer de que no sólo el cultivo de esta autonomía no se contrapone a las necesidades del progreso social sino, por el contrario, constituye el modo en que la literatura y el arte participan en esa gran marcha de la humanidad hacia el bienestar general”. Si le atribuyéramos a Lugones una inicial concepción de la autonomía de las Artes radicalmente incompatible con la adecuación a la necesidad humana de transmitir otros lenguajes el texto de esta nueva cita importaría un cambio conceptual de Lugones en el camino de la formación de su definición de la producción artística, cambio que habría que señalar para que quede establecido. Sin embargo, tras el análisis de estos textos, y en general, siguiendo la biografía intelectual del poeta este cambio no aparece con suficiente evidencia. Por el contrario, más claro parece estar que no hay en estos textos de Lugones una exposición expresa de su rechazo a una doctrina que vea compatible la autonomía del Arte con la actividad Política, en tanto esta sea concebida como disciplina del acto colectivo, de modo que el poeta entendiera en sus inicios que tal autonomía exigiera el rechazo de toda posibilidad de adecuar su lenguaje a la necesidad de transmitir otro lenguaje determinado. Sin embargo es cierto que este aspecto de su doctrina estética aparece en sus inicios ambiguamente inexpresado aunque no resulte difícil mostrarlo como un supuesto ya de su vida. De todos modos, Lugones lo ha dicho inequívocamente con otro lenguaje: el de su constante y perpetuo ejercicio de la Política en tanto esta es otra Forma Simbólica autónoma. Si no hubiera texto de Lugones suficiente habrá que leerlo en sus contextos y entender que lo ha dicho expresa y continuamente con sus actos, que es, en efecto, lenguaje contundente.
VI
El momento por el que pasaba el desarrollo de la literatura argentina condicionó, como es propio de todo proceso histórico, los modos de la producción de Lugones pero a la vez, como sucede con un gran escritor, todo el porvenir a partir de esa misma fase evolutiva quedó marcado por su obra y su vida. Los acontecimientos sobre los que se va cerrando la formación de nuestro pueblo y su cultura son, desde luego, irreversibles, y constituyen el campo sobre el que opera la libertad creadora del artista, pero su obra contribuye a definir la orientación condicionada pero abierta del proceso, el temario de los problemas a resolver y las tareas a realizar, los modos de proceder y los estilos que le dan un carácter singular a las tradiciones que forman nuestra nacionalidad. Pero este índice que instalamos acá, de tan gruesos trazos sensoriales más bien oculta que pone en evidencia la infinidad de efectos menos perceptibles a través de los que la obra de un gran creador impulsa el desarrollo humano y da forma a ciertos caracteres específicos de una cultura nacional.
En efecto, en nuestro caso: “La década siguiente, con la irrupción del modernismo, va a promover una perspectiva...más interesada en delimitar un espacio de lo específicamente estético, frente al “utilitarismo” del arte burgués...” “el modernismo, como arte antiburgués, recupera una perspectiva aristocratizante...princesas, el oro como riqueza simbólica no económica, la propuesta de una aristocracia del espíritu”, dice Mayer con verdad, pp. 11/12. Sin embargo, no estamos ante un efectivo golpe antiburgués sino que más bien se trata, al parecer, sólo de una finta, de un esguince, que permite abrir el acceso a una efectiva autonomía del Arte argentino ante el excesivo servilismo que le había impuesto el interés de la burguesía en la fase inicial de la formación de la nacionalidad independiente y que apuntaba entonces a afirmar un Estado nacional incipiente y a facilitar su manejo mediante la producción urgente de nuevos elementos de cohesión social, en este caso a cargo del Arte patriótico, que contrarrestaran las tendencias a la anarquía que generaba entonces, y muy naturalmente, la remoción del orden de la colonia en concurrencia con la vacancia en nuestro pueblo de tradiciones institucionales del Estado moderno y que, con esos recursos, se asegurara la gobernabilidad de la nueva colectividad nacional. Es probable que no haya sido posible una adecuada valoración de la función de recurso para alcanzar una indispensable cohesión política y militar que tuvieron durante la etapa de las guerras de la independencia los cielitos y otros cantares de nuestro pueblo a causa de que haya quedado oculta bajo la escasa estima estética que tales producciones han merecido en la historia de la cultura nacional, demérito quizá justificado pero que no por la condición rural del escenario y la modestia extrema de los cultores – sino más bien precisamente por eso- han dejado de cumplir una alta función política en el plano de la composición de los nuevos contenidos ideológicos de la cohesión social y de una elemental reestructuración de las formas de la opinión pública. Siempre me han sorprendido los contenidos de vasallaje y de servidumbre feudal de las canciones infantiles y populares con las que las autoridades españolas atosigaban la vida mental de los pueblos de la colonia y que la tradición ha arrastrado hasta los primeros días de mi infancia provinciana. Es una tarea pendiente aventar las brumas para exponer a la evidencia cómo fue que lo consumó y de qué fuerzas se valió nuestro pueblo para sobreponerse a tamaño cúmulo de obstáculos ideológicos. Lo cierto es que tales módicas creaciones de la cultura popular, por vía de esta función política indispensable para la naciente nación, contribuyeron a formar una singular tradición nueva, sustitutiva, que se extendió como recurso hábil durante la fase de las guerras civiles, durante el período de la anarquía, y hasta no dejaron de despuntar bajo las artes del payador y de algunos giros estéticos de nuestro libro ejemplar, antes de apaciguarse finalmente en el suburbio donde el desierto se civiliza en epopeyas de compadritos y en figuras de tango.
Si el movimiento modernista tal como lo concibe Rubén Darío tiende decididamente a desasirse de estas demandas en cierta medida subyugantes de nuestros jóvenes y desprovistos Estados burgueses Lugones encontrará en el nacionalismo la estrategia de articular ambos dominios y en el caso de nuestro poeta “esta estrategia es sobre todo, una política de la lengua... La acumulación es una tarea presente que actualiza todo el pasado del idioma. En este sentido La guerra gaucha, con su despliegue etimológico y el uso de las palabras según su sentido originario, combinado con gauchismos y argentinismos marca...una política de ampliación de las posibilidades de la lengua”... Mayer, p. 12. Para ser justos o al menos más precisos, anotemos que este “nacionalismo” de Lugones es todavía meramente cultural, o lingüístico si se quiere, esto es, no ha germinado aun esa excrecencia política de la Hora de la Espada, lejos de ello, se trata de una dosis de lo nacional que en tanto aconteceres históricos, del orden político y cultural, constituye la materia de su política de la lengua, las energías culturales de lo nacional sobre las que el demiurgo trabaja para producir nuestro idioma, la lengua de nuestro modo de ser y proceder. La formación del idioma es, en efecto, su objetivo estratégico y la “ampliación de las posibilidades de la lengua” menos que una política es un efecto que se produce por añadidura, necesario, inevitable, ya que esta formación de un idioma nacional aumenta la riqueza de la lengua universal, es la forma bajo la que Lugones ha generado, como dice Borges, una de las mayores aventuras del castellano.
Estamos pues ante un movimiento de la cultura nacional que busca establecer una efectiva emancipación del Arte argentino, constituirlo acabadamente bajo la calidad de Forma Simbólica, movimiento cuya pretensión apunta a realizar en la vida mental de nuestros creadores la condición de la política autónoma del Arte (este es el concepto y la tarea del momento) – si bien es cierto que no es más que una primera instancia, un período inicial de esta fase de maduración del Arte nacional que, claro está, no se consuma con Lugones sino que demandará todavía nuevas instancias de reflexión y trabajo. Toda acción supone una política. Cualquier acción comunicativa la expresa. Si el instrumento de esta acción es la lengua, la meta, el objetivo a lograr, demandará el recurso a un orden regular, a coordenadas tácticas, esto es, a una sin-taxis, sin las que no será posible lograr el fin estratégico de la comunicación propuesto. La acción, en tanto fenómeno específicamente humano, supone libertad, más aún, la acción es una puesta en acto de la libertad. De modo que la libertad no puede definirse sino frente a la oportunidad que enmarca el acontecer consumado en el tiempo y el espacio. La libertad, entonces, como ha dicho San Agustín, y como ha concebido Thomas Hobbes en su Leviatán en tiempos un poco más recientes, es un poder, es el poder de obrar frente al acontecimiento de modo que sin poder no hay libertad. La impotencia es la negación de la libertad. El poder es, digamos, el problema más profundo y más extenso de la evolución humana. Y es precisamente la cuestión del poder lo que reside en el núcleo del fenómeno político. En la extensión de la inclusión o de la exclusión social radica la clave de las políticas del Estado, la medida de su racionalidad. Bajo la forma civil de la cultura, en su fase de civilizaciones, y hasta hoy, la potencia, el poder, ha sido siempre distribuida en la sociedad de forma inequitativa. El PBI nacional, anual y acumulado, es el patrimonio social que las clases dirigentes de cada Estado disponen para trazar las políticas de la justicia distributiva, la justicia política, y constituye por ello una buena base para medir la naturaleza y alcance de sus principios de humanidad. La ventaja relativa para el acceso de las masas nacionales a los medios de vida indispensables para su desarrollo humano en los países centrales se garantiza por medio de una acumulación económica histórica privilegiada, por el comercio mundial desigual, por otras formas de expoliación y/o, finalmente, por la guerra, recursos del poder concentrado que permite soslayar por un tiempo y con eficacia relativa la necesidad de echar mano a la represión abierta de sus pueblos. Esta más bien es una condición relativamente inevitable en los pueblos de Tercer Mundo, cuya limitación de recursos económicos para la producción nacional y de recursos políticos para detraerlos de otros pueblos, deja las múltiples formas de la represión social como recurso más hábil y disponible a fin de mantener la gobernabilidad del Estado y la seguridad de las clases incluidas en la distribución privilegiada del poder. La ubicación individual dentro del orden socio-cultural que establecen las instituciones del Estado fija el alcance del poder, esto es, define el marco de las libertades personales del ciudadano. En el concepto actual de la Política, en realidad una constante a todo lo largo del período consumado dentro de la etapa histórica de las civilizaciones, concepto de la Política que tiende a reducirse a la mera administración de los recursos sociales, permanece encubierto su alto carácter de trabajo productivo, su condición demiúrgica, su potencialmente elevado rol de factor de la evolución humana, esa condición que le descubriera Aristóteles y que justifica que él la proclamara Ciencia Suprema.
Toda acción, cualquier acción, en tanto requiere poder supone entonces una política, una estrategia y una táctica, por ínfima y elemental que sea. Así en el Arte, en tanto producción de un objeto de gozo, se cifra una política específica, y dada la fuerza formadora del Arte, dada su condición de factor de humanidad, la autonomía de la política específica del Arte es una noción de supremo interés cultural y en tanto logro o conquista social motiva uno de los más altos orgullos de la humanidad.
Ahora bien, si todo acto supone una política, si todo acto busca alcanzar un resultado, entonces, parece consecuente entender que la producción de la vida importa una política, sea de ello el actor poco o en gran parte consciente. Si es así, entonces la Política, ahora concebida como Forma Simbólica, puede que no sea más que una absolutización de esta condición humana, una cooptación o especialización enmarcada en el problema de la ordenación de las acciones que componen la vida colectiva, puede que no sea, en suma, más que la concreción en sistema de esa preocupación difusa contenida en la diversidad de la producción de la vida. Toda política reclama siempre una táctica y una estrategia, como la que se da en la misma lengua en tanto instrumento adecuado para alcanzar con su uso un resultado, en cuanto la lengua es el medio elegido para realizar una acción comunicativa. Para alcanzar una meta estratégica determinada en el fenómeno de la comunicación, valiéndose, por ejemplo, de la producción de una transferencia de lo real maravilloso para compartirlo con otro; para que se logre la pretensión de hacer una propiedad común de ciertos novedosos rasgos fisonómicos de la naturaleza de las cosas, rasgos que percibe en soledad, bajo extremo sigilo, y que realiza en su vida mental el artista; para compartir, insistamos, eso particular y singular del mundo que se ha realizado ya como humanidad al entrar a componer la entidad humana del artista, su enriquecido modo de ser humanidad, o, en suma, para transferir-compartir con cierta suficiencia a través de la obra que plasma a y con personas a quienes tal realización les resulta extraña y hasta, a veces, en cierta medida, siniestra, para lograr este complejo proceso, será necesario satisfacer siempre múltiples exigencias tácticas, será necesario conducir el proceso de la comunicación a través de adecuadas coordenadas que se expresarán básicamente, aunque no sólo así, en la sintaxis, en la sin-taxis o sin-táctica de la lengua, en tanto la lengua supone un sistema de coordenadas que constituye su orden regular, la calidad de textura o trama que ella manifiesta y de la que extrae fundamentalmente su sentido todo acto lingüístico. Fundamentalmente, dado que concurren como fuentes de sentido una constelación de connotaciones que crea y consolida el uso y que cristalizan en idioma. La política de la lengua no puede dejar de operar sobre estas dos dimensiones de la acción comunicativa, no puede dejar de operar en la estrategia y en la táctica del acto de la lengua. Y, en general, si el Arte es, como en efecto lo es, una Forma Simbólica autónoma, que concurre solidariamente con otras Formas Simbólicas, entre ellas la Política, en el proceso apoteótico de la humanidad, necesita asegurar a sus operadores, a sus productores, el ejercicio de la libertad, esto es, el poder de elegir los medios y los instrumentos que hagan posible la comúnmente tan dificultosa transferencia de lo real maravilloso que ha realizado en sí y que, en tanto epifanía actual de la naturaleza, se legitima como horizonte realizable para toda la humanidad. Y estas condiciones del Arte, condiciones a las que está sometido su modo de producción de humanidad, como es también el caso tan manifiesto de la Ciencia, son independientes de las que supone la acción en Política, sin perjuicio de que ésta aborde acciones (políticas) en beneficio de las Artes y de las Ciencias o que la Política integre el campo de la libertad creadora del artista.
“Lugones formula un espacio para el intelectual -dice Mayer, pp.14/15, continuando la cita anterior mediada por su interesante nota 7- que ya no es el de la política sino el del Estado, desde cuya perspectiva se impugna...la política, en tanto espacio de conflicto, y focaliza a la educación como lugar de formación de esos ciudadanos que han de realizar la simbiosis entre Patria y Estado”... Curiosa escisión esta que formula el texto entre los espacios de la política y del Estado aunque la referencia a uno como espacio de los conflictos sociales y al otro como espacio del dominio social efectivo parece otorgarle con estos significados particulares un sentido a la categorización. Lo que Lugones pretende ya, estimando que la (excesiva) aspiración de la política de su Arte ha sumado fracasos tras fracasos, es munirla del contundente poder del Estado, proponiendo el Poder del área de Educación para potenciar su política del Arte, esto es, ahora asocia en un solo haz, en un faz, el poder inherente a la pedagogía del Arte con el de la demagogia del Estado, solidaridad visible si entendemos ambos términos conforme a su raíz etimológica, esto es, asociando, haciendo una, la tarea de la formación del niño con la de la formación del pueblo. Esta aproximación ontológica que parece realizarse en el entendimiento de Lugones se corresponde efectivamente con los cursos de la naturaleza, sólo que, quien dictaba las políticas del Estado, el General Uriburu, no estaba en condiciones de inteligirla. La desilusión será una vez más la consecuencia de esta experiencia acerba de Lugones. Por otro lado, aquí, el prócer del idioma nacional parece concebir la Patria como lo único, lo irrepetible, lo propio de la personalidad nacional, lo consumado y ya irreversible del pasado, que hay que asumir y desde el que hay que partir para ejercer la libertad suprema, la soberanía nacional, y bien entender y abordar con ello el futuro singular de nuestro pueblo. Esto así como referencia de su concepto de Patria, mientras que la que corresponde a su concepto de Estado se reduce a una forma general, puramente instrumental, de la cultura universal.
“Se pueden oponer a esto las múltiples operaciones de Lugones sobre lo real: la redacción del manifiesto de Uriburu, su gestión durante la intervención en San Luis, etcétera”. Más bien asociar, digo yo, DCT, ya que no veo en esta actividad pública “las contradicciones de Lugones con su propio proyecto” que ve Mayer aquí sino, por el contrario, veo una marcada coherencia, y, por otro lado, no es que con esta actividad Lugones esté operando sobre lo real sino sobre el mundo, sobre la naturaleza de las cosas, según mi modo de entender y de decir, pues opera sobre lo real cuando, por ejemplo, produce una transferencia estética. “Creo –agrega Mayer en p.16- que estas intervenciones revelan la imposibilidad de un proyecto enunciado desde una perspectiva del Estado de desentenderse de lo real”. Este desentenderse de lo real ¿no es un supuesto falso que hace falsa la oposición que este inteligente conocedor de la literatura argentina ve entre la actividad estatal y el proyecto de Lugones? Prescindir de lo real es una idea muy oscura, sea que se tome lo real en su acepción común, sea que se lo distinga del mundo natural para entenderlo como pura construcción ontológica en la vida mental, y en tanto la acepción de lo natural incluye los artefactos tecnológicos de la cultura y lo contrapone sólo al mundo sobrenatural. ¿Cómo es esta idea de Lugones de un Estado que prescinde de lo real, y en todo caso, qué es lo que él concibe como lo real?
En su nota 8 Mayer dice con gran talento en relación a Discusión que “Borges cierra este breve ensayo, casi una declaración de principios enunciada en forma negativa, con una constatación: ‘Ahora quiero acordarme del porvenir –Mayer cita a Borges- y no del pasado. Ya se practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector callado de versos. De esa capacidad sigilosa a una escritura ideográfica –directa comunicación de experiencias, no de sonidos- hay una distancia inalcanzable, pero siempre menos dilatada que el porvenir'... Al percibir Borges la escritura como un fenómeno de la sucesión y al lector como un recreador de interpretaciones -continúa Mayer- construye un espacio para la literatura dentro de la intimidad (el clima adecuado para la transferencia de lo real maravilloso, digo yo), en la cual las relaciones posibles escapan a toda regulación externa (y es así, claramente, porque la intimidad, la mismidad del yo, es la sede de la libertad que, en tanto acto, en tanto acción, este ambiente de discreción, de cuidadoso sigilo, le es más propicio para enfrentarse a lo nuevo, y para adueñarse de ello con más decisión). No hay en Borges, como en Lugones ni en su sistema de lecturas, ninguna obligación que exceda los límites de la fruición y el placer. ¿Es esta, la lección-lectura en la intimidad, la lección receptora de la transferencia estética, el clima que facilita y promueve el ingreso y legitimación de lo real maravilloso en el campo de lo real tradicional de la vida mental del lector? ¿Es la lectura sigilosa, desde que no se lee para un público, desde que no se produce como lectura en voz alta para otro, una forma específica de la política autónoma del Arte? ¿No aparece así este sigilo como una dimensión específica de la función del Arte? Por otro lado, el hecho de que el emisor de la palabra, el que se dice a sí en la lengua, es decir, el que pone lo real de sí y se expone, o se aventura, ante la posibilidad concreta de que lo que dice de sí o cómo se dice sea ilegítimo en el otro, que lo que aspira a comunicar sea una fisonomía de lo natural tan encubierta e ignota que provoque en quien lo recepta una indomeñable extrañeza – complejidades de la transferencia- ¿no lo obliga a ocupar un lugar inexpuesto a fin de exponerse sólo en la precisa medida en que quiere y debe exponerse? El creador, mientras crea, no debe dar la cara como sí la da necesariamente un interlocutor. La condición demiúrgica del trabajo productivo, condición de la que participa el Arte, siempre ha sido signada por los hombres como misterio, como mester en nuestra lengua, como mestiere y métier en otras lenguas hermanas de la nuestra. Si el silencio del lector es una condición para que opere la transferencia de lo real maravilloso, para que se legitime y se recree en el lector, la invisibilidad del autor-emisor, o su visibilidad condicionada, distante, (la del simple locutor que en cuanto artista no es propiamente en el momento de la creación y la comunicación un interlocutor) ¿no es también la condición de esa misma relación transferencial? ¿Cómo y por qué el profeta habla a su pueblo desde la montaña? ¿Por qué el psicoanalista se ubica ahí, fuera de la perspectiva visual del analizado? Mayer en p.17 dice que ya desde el título de uno de sus primeros trabajos, en Las Montañas del Oro, Lugones “establecía su lugar para dar su palabra, donde las montañas remiten a lo alto (que se vincula con una percepción del poeta aprendida en Víctor Hugo, alejado de la muchedumbre a la que sólo puede dirigirse desde la distancia) y que con el Oro del título nuestro poeta remite al oro que hace brillar la riqueza de la lengua.
Lugones no se satisface con la función política del acto de la lengua ni, en general, con la política autónoma del Arte. Pretende conducir el proceso formador de una cultura, la áskesis constituyente de una Patria. Si la palabra no tiene esta función pedagógica, demagógica, esencialmente política, el locutor no necesita encaramarse, puede ser uno más en la muchedumbre, un mero interlocutor a lo sumo. Como se ve, el tema trata de la función del espacio en los diversos modos de las relaciones humanas. Anotemos: del espacio y no sólo ya de la función del tiempo, dimensión del ser ésta, no por pura casualidad, de trato tan privilegiado en la literatura europea. No por casualidad, pues el tiempo desdibuja la forma de las patrias mientras que el espacio las afirma. Pero, además, aquí el rol del espacio afecta la producción del arte y en particular el manejo instrumental del saber de la lengua.
“En términos de la lectura que Borges hace de su propia obra, el Aleph es la cifra del clasicismo frente al despliegue verbal del barroco” dice Mayer p.18 y sigue: “El clasicismo borgeano logra desentenderse del Estado”. Desentenderse no implica oponerse sino prescindir, simplemente. Y se desentiende en la medida en que rechaza la subordinación de la política inmanente de las Artes a la política del Estado, política ésta que apunta a promover la acción de un sujeto colectivo, que exige siempre lecturas y lecciones públicas. Borges “reniega de la oratoria, de la lectura en público, de la desaparición de la rima” y en general de la rebelión contra las reglas que el racionalismo clásico le ha impuesto al Arte. Relampaguea aquí entre las concepciones estéticas de Lugones y de Borges la vieja lucha interna griega respecto de las funciones de la lengua que puso a los retóricos tradicionalistas, que apelaban al uso de la fuerza persuasiva que la lengua ejerce sobre la voluntad y el sentimiento, contra los operadores del nuevo racionalismo de la mathema, el nombre griego de la ciencia, y sus capitanes agrupados bajo el signo de la Filosofía, instrumentaciones de la lengua que el eminente Gorgias pone conscientemente de manifiesto en el diálogo platónico de ese nombre. Son dos modos del uso de la lengua que participan de la misma condición novedosa que ha traído la vida urbana y su cultura civil. El giro de la lengua de su vis física instrumentada en el marco del saber mítico a su vis persuasiva, que hegemoniza el uso de los lenguajes a lo largo del nuevo modo, ahora civilizatorio, de la cultura, el descubrimiento de la fuerza persuasiva de la palabra que se desarrolla como retórica cuando apunta a la persuasión del sentimiento y la inteligencia sensorial, y como discurso científico cuando se orienta a persuadir a la inteligencia racional, este giro, pues, que ya hemos presentado al hablar de ciertas condiciones del nacimiento del Arte como Forma Simbólica, es un resultado inherente a la formación del Mercado, no de un mercado incipiente y subordinado a otras formas históricas de la producción de la vida social, sino del proceso que desemboca en la formación de una Sociedad de Mercado bajo las condiciones sociológicas rigurosas ya suficientemente estudiadas. La sociedad de mercado genera el uso del discurso, de la palabra, como instrumento privilegiado para la construcción civil de la vida urbana, para la edificación de la institucionalidad estatal, obra humana portentosa, ese culto instrumental de la lengua que les permitió a los griegos tomar conciencia de que su modo de ser y proceder era ya radicalmente diferente respecto de los modos de la cultura de los pueblos vecinos algo más primitivos, cultura esta que refleja el tipo de vida más acentuadamente rural y hasta nómade de estos pueblos, tipo humano que ya bajo un concepto racional los griegos signaron como bárbaros. La opción de la fuerza persuasiva de la palabra por las formas racionalmente reguladas de la lengua o por sus formas más cercanas al orden cualitativo del campo sensorial, queda determinado por la instrumentación que exijan los objetivos e intereses que predominen en las diversas y muy dinámicas relaciones sociales de la Sociedad de Mercado. Pero en general, en el vasto campo de los movimientos de la cultura y sobre los mismos fundamentos, el cetro de la hegemonía ha pasado sucesivamente de una a otra forma en la historia de Occidente y siempre en función de los grandes objetivos generales de su proceso civilizatorio. De este modo, si en algún momento bajo la Filosofía clásica llegó a predominar el discurso racional sobre la vasta tradición retórica de los griegos (y la retórica fue el nombre original del uso de la lengua como materia del arte antes de que se generalizara la letra, la escritura, que dio pié a que se la signara luego como literatura), pronto fue repuesta la Retórica bajo la forma de la oratoria religiosa, instrumentación de la lengua demandada por la misión conquistadora de las masas de los pueblos del Imperio Romano para la cohesionante concepción del mundo y de la vida del cristianismo triunfante ya como religión de Estado. Esta relativa alternancia de usos que se resuelve por lo general en largos períodos de concurrencia, de concomitancia, indica que las posiciones adoptadas no son oposiciones antagónicas, sino meras opciones determinadas por las tareas históricas ya de alcance sincrónico ya de trascendencia diacrónica que plantea “el todopoderoso tiempo y su cultura”. Veamos nuestro caso:
“Para llevar a cabo esta operación (se refiere al ya indicado logro borgeano de desentenderse del Estado) Borges recorre, por otras vías, un camino señalado por Lugones –constata Mayer y nos lo dice en la p.18- y cuya realización – continúa- está presente en los tres primeros libros de ensayos y que jamás quiso volver a reeditar, en los cuales lo que se intenta es una politización de las cuestiones estéticas (como ocurre en “El idioma de los argentinos”) a través de una perspectiva nacionalista que en 1932 Discusión comenzará a abandonar en beneficio de la reivindicación de una tradición literaria universal y por la definición de la nacionalidad a través de una categoría estética en “El escritor argentino y la tradición”, momento en el que Mayer intercala su nota 12 en la que dice que en este ensayo “incorporado a las posteriores ediciones de Discusión continúa planteos esbozados en El idioma de los argentinos: la búsqueda de definir la argentinidad como una posición en el mundo, renegando de las esencias (subrayo yo, DCAT) y a su vez de la historia, si se quiere, esta posición es sobre todo geométrica, con lo que esto implica de idealización del espacio”. La cita muestra a través de su extensión el extraño caso de que esta ruptura, o al menos esta diferenciación borgeana, importa sin embargo una continuidad en el “camino señalado por Lugones” que comienza a afirmarse en el hecho de que en el ensayo que luego incorpora a su libro Discusión Borges se inclina por una “definición de la nacionalidad” pero “a través de una categoría estética” para alcanzar luego su ratificación más plena en términos del introductor que nos dice explícitamente que en este ensayo incorporado a posteriori a este libro suyo Borges prosigue “la búsqueda de definir la argentinidad como una posición en el mundo, renegando de las esencias”, posición en el mundo que la interpretación de Mayer vuelve a diluir al estimar que esta definición borgeana es de carácter “geométrico”, esto es, abstracto, cuando, por el contrario, ha glosado con verdad a Borges que aquí reniega de las esencias, con lo que importa decir que se trata de una posición concreta, no geométrica entonces, sino más bien geofísica, o geodésica si se quiere, de modo que entramos nuevamente en la dimensión espacial del ser que afirma los caracteres del concepto de Patria (quiera signar estos conceptos nuestro lector así o bajo un nombre menos deteriorado que el de “patria”) a diferencia de su dimensión temporal que tiende por el contrario a diluirlos, según hemos dicho más arriba. Pero más allá del estrépito y las disonancias de las posiciones entre estos nuestros dos grandes escritores el tema principal incoado aquí es el de la insistencia de Borges en la definición de lo nacional para el escritor, el apasionado tema de Lugones, búsqueda que según me parece, y como se ve, Borges no “abandona” en beneficio de la reivindicación de una tradición universal, como entiende Mayer aquí bajo la misma lógica del contrario sensu que le cuestionamos arriba a Freidenberg , ya que esta reivindicación y aquella búsqueda pueden entrar en perfecta concurrencia, posibilidad que no justifica la visión de una insuperable oposición entre estas dimensiones del mundo, entre la búsqueda de una definición de la nacionalidad y la reivindicación de una tradición literaria universal. Por contraste, a contraluz de la Discusión de Borges estamos viendo la apasionada concepción del Arte que embarga la vida y la obra de Lugones, y en cierta medida, en qué coordenadas del tiempo y el espacio se enraíza y justifica, frente a qué aconteceres de la evolución de la literatura nacional Lugones traza su programa.
VII
Sin embargo de su autonomía, la experiencia estética y la producción del Arte no constituyen una facultad totalmente incondicionada. Su autonomía se extiende por un momento y un campo acotados, tiene siempre un límite, y ella se inscribe en las respuestas oportunas que demanda la evolución de la mente pública, así, hay una instancia, no cualquiera, de la formación de una cultura nacional en la que prospera una función del Arte equivalente a las producciones de Dante, Shakespeare, Cervantes o Goethe. Y que haya llegado a ser Cervantes el clásico supremo de nuestra lengua y no Lope, Quevedo o Calderón, no depende sólo de la calidad de la obra y de la personalidad artística del autor sino también del impacto que en su singular momento histórico produce en su comunidad de cultura y la tradición estética que a partir de ahí esta, la comunidad, construye, ya que toda tradición es obra principalmente de una comunidad y no de ningún autor singular. Bajo esta constatación podemos apreciar que ninguna comunidad es sólo un objeto de la cultura sino, y principalmente en esta tarea de formación y consolidación de una tradición, es un sujeto productivo, creador, cuyas operaciones (imperceptibles por su multiplicidad pero concebibles, conceptualizables, esto es, objeto específico del conocimiento racional) son un factor principal del desarrollo y contribuyen a signar la condición humana, el ritmo evolutivo y el destino histórico de una comunidad. Hay dos momentos o aspectos en la construcción de una cultura nacional, que se dan a veces como fases consecutivas y a veces como aspectos concomitantes, y que se corresponden aproximadamente, por un lado, con el modo “clásico” de las formas de la cultura y, en segundo lugar, con el modo del sturm und drang, de rebeldía y cambio. Como todos los fenómenos de la vida, la evolución no es una simple acumulación de moléculas, o de mónadas, ni depende exclusivamente de una fuerza interna, de una especie de entelequia, sino que se manifiesta como un proceso del sujeto de evolución sí, pero en relación con su medio, articulado en función de acontecimientos extremadamente variables pero irreversibles, propios de cada fase, o sea, acontecimientos que, aunque determinados por las condiciones del período vital, son escasamente previsibles y en todo caso sólo en aspectos parciales, muy limitados, dicho esto con ánimo de describir parcialmente el fenómeno evolutivo y no de pronunciar una definición en regla. El Arte como factor del desarrollo humano, como instrumento de una estrategia transformadora de la mente, consuma su rol en el marco de un proceso político colectivo, de ahí que la Política del Estado, aun cuando sea una Forma Simbólica y una región de la cultura externa a la del Arte, se mantiene siempre colindante y siempre como un horizonte insoslayable de sus perspectivas. De modo que el recurso al poder de un ministerio de las políticas de Estado está siempre legitimado, más aún bajo los términos de la concepción lugoniana de la función social de la poesía y el Arte. Y si bien Lugones dio este paso hacia el ejercicio del Poder del Estado en pos de los objetivos estratégicos de su concepción sobre las relaciones entre la vida y el Arte, no deja de abordar en sus mismos ensayos esta palpitante problemática.
En efecto, “por de pronto, apunta Mayer, p.20, se establecen en el interior de los cuentos distintos estratos de saber: uno irreproducible y original que es el resultado de una trayectoria experiencial de la que se pueden transmitir solamente los resultados; uno que se plantea como el enigma a resolver y finalmente aquel que pertenece al dominio del sentido común y que se halla masificado”. Anotemos aquí que Mayer está indicando que Lugones distingue y produce lo que hemos llamado niveles de realidad. En primer lugar, un estrato en el que lleva a cabo una realización estrictamente personal que difícilmente pueda ser compartida, una experiencia de lo real tan íntima que la torna muy difícil de transferir, sólo comunicable, quizá, a un estrecho grupo de sus lectores cuya singular ascesis de la sensibilidad los ha puesto en una determinada frontera perceptiva de modo que están en condiciones de realizar en sí lo real maravilloso que el artista de genio está expresando a través de una ruptura estética absoluta, de lo que es real maravilloso aun para el mismo autor y cuyo gozo sensorial de eso real maravilloso para sí necesita compartirlo, necesita decirse él, que ya es así, que es ya eso real maravilloso que pone en la obra de arte, que es ya un modo de su ser, una realización nueva que ahora lo constituye acrecentando su humanidad, o sea, una realización que no es ya menos ni más que él mismo. Luego alude a un segundo nivel en el que lo real novedoso y comunicable se plantea como enigma, y es así debido a que la naturaleza de las cosas es tan infinitamente compleja que no todos los contenidos de lo percibido como novedad e introducido como realización en la vida mental del artista queda acabadamente formulado en la singular forma que ha diseñado al introducir lo finito en lo infinito a su modo y según su talento, pues ningún productor define su obra sin que queden períodos y nudos cargados de desarrollos posibles, de posibilidades de producir nuevos sucesivos y paulatinos descubrimientos dentro del descubrimiento producido y manifiesto en la obra, tal como el mismo Mayer en un tramo de este mismo texto suyo nos ayuda con gran ingenio a realizar en nosotros esa dialéctica estética que él percibe entre las realizaciones de Lugones, Borges y Arlt. También Walter Benjamin ha dado cuenta de este fenómeno, nos ha hablado sobre esta condición de la producción de la obra de conocimiento, sea epistemológico, sea estético, al decirnos que todo texto es sólo un trueno del casi inasible relámpago del pensamiento. Digamos de paso que esta riqueza de planos o estratos de realizaciones que se expresan en una gran obra se pone abiertamente de manifiesto cuando la mente humana advierte que tiene la capacidad de instalarse alternativamente en diversos niveles de su propio campo mental, en el campo íntimo en el que una composición de la realidad se encuentra ya en uno plenamente legitimada. Agreguemos también aquí sin falta que para esta tarea el clima que le es más propicio, casi el único que la hace posible, es el de la lectura en silencio, el que se felicita Borges de que en su tiempo y para la Poesía se haya instalado ya en nuestro medio. Es el clima más adecuado para el diálogo del alma consigo misma, modo en el que ella procesa el material perceptivo para legitimarlo como realidad, del que se vale también la inteligencia racional, modo que es para Sócrates el principio del pensamiento, aunque siempre sea necesario instalarlo en un nivel político, llevarlo al plano público, tal como el gran maestro de Atenas lo ha practicado hasta convertirlo en una característica de su vida y como ha teorizado su discípulo principal en torno a la verdadera sabiduría que exige del sabio no detenerse en la pura contemplación de las Ideas sino retornar a la caverna en auxilio de sus congéneres física y mentalmente aprisionados.
Finalmente Mayer nos indica que el último estrato que se percibe en los cuentos de Lugones es el que pertenece al dominio común, a la acepción más ampliamente compartida de lo que consideramos como lo real. Mayer ve en esta concepción lugoniana un influjo de la filosofía de Platón, cuya doctrina liga tan estrechamente la teoría del conocimiento con la teoría política, tanto, que bien podríamos decir sin riesgo de mucho error que la concepción platónica de la Política es una teoría del conocimiento humano, del más genuino conocimiento humano. Aludamos aquí, sólo de paso, a la relación que guarda esta concepción platónica de la Política con la consideración que Aristóteles le da como Ciencia Suprema.
“Al establecer esta categoría de saberes Lugones (señala) una dificultad de comprensión para el lector” dificultad “que pasa, básicamente, por el léxico”, dice Mayer. Pasa por el léxico y por otras varias instrumentaciones de la lengua y de otros diversos lenguajes que cooperan con ella en la función comunicativa. Por esta concurrencia de lenguajes en toda acción comunicativa es que la incomprensión nunca es absoluta aunque la comprensión tampoco siempre sea plena. Si Lugones pretende “usar todas las palabras del diccionario” no tanto porque entiende que cada palabra es en sí una metáfora, según un texto suyo que transcribimos más abajo, sino bajo el supuesto de que “en cada palabra el significado es lo esencial y nada importan su connotación y su ambiente” quizá sea como opina Borges porque adolezca de una supervaloración muy española, supérstite en él, a pesar de su rebeldía contra el modo de usar la lengua propio de esa nuestra colectividad originaria, (V. Borges, coautor de un Leopoldo Lugones que edita Alianza, 1998, el texto está en la p.12). Sin embargo, apelar a palabras de poco uso o en estado de absoluto desuso, bien puede importar parte de una política de la lengua, bien puede significar que se estiman ciertas acepciones del mundo cifradas en términos creados por el autor colectivo de la lengua, términos que cifran experiencias de una humanidad profunda y que la usura del tiempo ha disipado o encubierto. Es cierto que el poeta en tanto creador, en tanto demiurgo, mientras produce el objeto de fruición y de gozo, crea acepciones, enriquece el idioma. Y aunque este hecho de enriquecer el idioma suele entenderse como que de este modo enriquece una cosa, un instrumento, un ente externo al ser humano, ante el que hasta le asiste a éste la libertad de permanecer neutral, indiferente, enriquecimiento de algo ante lo que algunos hombres podrían tomarse la libertad de no sentir ningún interés, y aunque sea esta una concepción generalizada, y siempre dolorosa para el poeta, fuente de muchas de sus frustraciones y fracasos, y por ello considerablemente difícil de admitir, tal como los esfuerzos expresos de Lugones sugieren que lo sabe, no por ello hay que dejar de ver que estos logros de la producción estética alumbran intensamente la entera vida de la gente, efecto que casi por completo cubre el concepto de lo que se entiende por producir un enriquecimiento del idioma. Para este trabajo, sin embargo, para enriquecer la palabra con acepciones nuevas, y más precisas y bellas, tiene el poeta que valerse de los saberes de la lengua, que en tanto obra de arte colectiva cifra riquezas idiomáticas a veces encubiertas por el tiempo, o gastadas por el uso, o empequeñecidas por el uso deteriorado o restringido al que apelamos por nuestra necesidad de ahorrar energías vitales, cuando no por la pereza mental que nos embota en tanto usuarios. Pues bien, dejemos de considerar a nuestro poeta como si fuese sólo una venerable estatua y oigámoslo aquí mismo aunque sólo sea a través de unas pocas palabras: “el lenguaje -dice Lugones en el Prólogo a su Lunario sentimental, Losada, 1995- es un conjunto de imágenes, comportando, si bien se mira, una metáfora cada vocablo; de modo que hallar imágenes nuevas y hermosas, expresándolas con claridad y concisión, es enriquecer el idioma, renovándolo a la vez. Los encargados de esta obra, tan honorable, por lo menos, como la de refinar los ganados o administrar la renta pública, puesto que se trata de una función social, son los poetas. El idioma es un bien social, y hasta el elemento más sólido de las nacionalidades.” En este texto de palabras tan sorprendentemente sencillas, Lugones sugiere todo lo que trabajosamente hemos tratado de decir respecto de su universo real en nuestro ya demasiado largo escrito. Aquella dificultad de comprensión para el lector, que Mayer glosa y nos desglosa de textos de Lugones, de la realización del mundo en la subjetividad del poeta, es normalmente más vasta de lo que suponemos. El poeta entiende como supuesto que a esta dificultad la afecta una radical condición del hombre y su cultura e importa por esto para nosotros sus lectores ordinarios un campo de conocimiento extremadamente extenso. En este Prólogo de Lugones ya citado, el poeta se empeña en una descomunal o quijotesca batalla, no tanto para ganar para la valoración del idioma y la producción de los poetas un lugar, o casi una cotización aceptable en concurrencia con los valores de bolsa que les sugieren los quehaceres prácticos de los hombres más prácticos, misión desde luego imposible, sino más bien con el objetivo inmediato de liberar a su lector de las valoraciones, pauperim sine dota, fácilmente asequibles y vastamente influyentes de este eficiente universo de valores de cambio, de una estimativa que reduce todo al criterio uniforme del valor de mercado, en el que la producción del poeta alcanza apenas valor decorativo. De todos modos es tarea compleja lidiar en este campo. Pretensión quijotesca, pretensión lugoniana quizá valga decirlo con sinonimia aceptable, esta de apartar al lector de una estimativa de lo humano reducida a la demasiado estrecha escala de los valores de mercado. Es muy probable que, como opina Jorge Luis Borges, el Otro, poeta que nos llena de gloria, en esta comisión nuestro autor del Lunario no haya alcanzado, al parecer, sino un éxito muy poco satisfactorio. Sus libros, dice Borges, despertaron la admiración, pero no el afecto. Sin embargo, este resultado limitado aunque se extienda a toda la vida y la obra de Lugones no es todavía un resultado definitivo, digámoslo para mantener izada la esperanza, desde que ha producido y sigue generando aun un vasto enriquecimiento de nuestra vida de argentinos.
No obstante todo, cabe decir aquí que la historia de nuestra cultura ha quedado marcada con los surcos patéticos de la tragedia a consecuencia de que el mismo poeta no ha estimado de valor suficiente, no ha podido ni ha querido evaluar el resultado de su vida y su obra como un logro o como un producto aun inagotado, con algunos efectos todavía in fieri, o sea, no ha estimado oportuno ni adecuado considerar valioso su rol en la formación de la personalidad nacional de nuestro pueblo. Sin embargo, de su obra todavía quedan innumerables frutos a cosechar que estudios más profundos e inteligentes nos pondrán al alcance de la mano, o nos lo pondrán ahí como amanualidades , para hablar de un modo tal vez más prestigiado. Pues, en efecto y para dar un ejemplo: “La prosa de Lugones – ha escrito Borges en Antología Poética de Leopoldo Lugones, ya citada, p 11- merecería un estudio que no ha sido aún ensayado”. Tal vez no en su tiempo. Pero el nuestro quizá ya se nos presente como la hora de explorar y explotar nuestros recursos, estos enormes yacimientos de nuestra alta cultura de ingente riqueza renovable.
Ahora bien, si el objetivo estratégico de la producción artística es sólo “la fruición y el placer” como nos ha indicado Mayer citando la doctrina borgeana de su ensayo Discusión, lógico es dejar al que goza y estima una obra de arte en plena libertad, preservarle el silencio, asegurarle el clima de intimidad que propicia no sólo el mero goce, entiéndase bien, sino a través del gozo la reinterpretación a cargo del recipiendario sigiloso, la elaboración personal de lo real, aún maravilloso para el lector, y hasta, si le fuera posible, de lo real maravilloso todavía más absoluto y refinado que en la obra se expresa. De este modo uno legitima lo real maravilloso en el continente de la realidad de su vida mental. O, para generalizar y dejar este modo de la tercera persona que nos toma la palabra, todos nosotros lectores del poeta, destinatarios de estas sus lecciones, nos ponemos en buenas condiciones para poder homologar como real en el campo de la realidad de nuestra vida mental, fisonomías nuevas de la naturaleza de las cosas hasta entonces insólitas, inauditas o de algún otro modo todavía no reconocidas por nosotros como cosas reales. Esto es lo que hemos llamado la transferencia estética, a través de cuya experimentación se verifica acabadamente la política inherente a toda producción, en este caso la política de la producción artística. Aquí, madura en nuestra mente por sí misma la idea de que para este trabajo productivo del poeta mucho tiene que ver el instrumento, su herramienta digamos si las palabras pudieran ser de hierro, esto es, su calidad, su excelencia, su areté, virtud de la palabra que, como signa o seña, y como señala o enseña Jorge Luis Borges, su entidad no se reduce a su significado, sino que hay ahí también sentido y referencia. Además, toda palabra porta sus connotaciones y su clima. Es un ente complejo, es un pequeño monstruo, muy parecido al hombre. No cabe duda que el idioma es uno de sus parientes más directos. Hasta es de sospechar que uno de los más cercanos e íntimos. Muchas palabras de la lengua permanecen ocultas y las que se nos muestran traen a veces hilos de luz que por su origen y el tiempo que han viajado podríamos entenderlas como que tienen alcances siderales. Si bien es cierto que hay poetas que han hecho de palabras enconados arietes, retumbantes fusiles,¿qué buscaba alcanzar nuestro Lugones perfilando palabras rescatadas del vasto reservorio de la lengua? Pues, son palabras muchas de ellas que no sabemos usar, palabras que parecen mensajes de nuestros antepasados que nos hablan para indicarnos parte de lo que somos y que peligrosa y distraídamente ya hemos olvidado. Algunas no nos parecen bellas y, desde luego, no nos producen gozo o placer. Pero si las leemos de espacio en espacio, despacio, dando lugar a que la mente se familiarice con las voces que traen, que las sigamos en su sentido evidente o en el vaivén alternado de sus diálogos, sentimos paso a paso que nos abren el alma, que la estiran, que nos la desentumecen. Si el esfuerzo productivo del poeta se define como una política de la lengua, ¿hasta qué momento la palabra es sólo un material del Arte, producto del deleite o el gozo, y desde dónde comienza ya otro servicio, comienza su función de instrumento público o de instrumento político de la sociedad y del Estado? Y si no existe aquí tal principio y tal fin, entonces, ¿quién le traza al poeta las reglas de su Arte, el bagaje de las palabras que ha de usar, la legitimidad transitiva de las voces y sonidos que han de transportarnos a la fruición y el gozo? De aquí que para el Arte, para la calidad autónoma de esta Forma Simbólica ni el compromiso político del poeta ni su desentenderse del Estado afectan su talento, ni su función, ni legitiman la tacha de sus obras. Ninguna de esas cosas externas es su nuncio. Nada externo a su quehacer lo anuncia. El poeta sólo en su obra de arte se pronuncia.
Entonces, ¿bajo qué criterio se justificaría limitar – de modo abierto o disimulado- la libertad del artista? Ni aunque fuera yo un eximio poeta -supongamos en mí esta bendita y afortunada condición humana-, podría arrogarme bajo los justificativos de la crítica la potestad de ejercer la dictadura de las reglas de un arte, el que sea. Si con el sigilo, si con el respeto a la intimidad se apunta a preservar la libertad del receptor de la obra de arte con idéntica racionalidad cabe preservar la libertad del artista creador, del demiurgo. La obra de arte, es cierto, no necesita del acompañamiento de objetivos extraños al suyo que es el del gozo perceptivo, pues a través de este su objetivo específico consuma toda la función pedagógica que le compete, esto es, expresa su calidad de instrumento de la apoteosis humana, apoteosis del hombre que es el objetivo estratégico compartido por todos los modos del saber humano, por las diversas Formas Simbólicas de la cultura, objetivo sobre el que éstas concurren solidariamente aunque con plena autonomía. Esto es así, al parecer, y en mi caso, sin duda. Pero tampoco se respeta la libertad creadora del artista, hombre en sociedad al fin, si se le exige que se inhiba de convocar tras de sí otras acciones que apunten a objetivos concurrentes sobre el ancho horizonte del desarrollo humano y que se abstenga de asociarlas a la producción de su obra en la lucha por una sociedad más humana. Más aún, aunque el demiurgo del gozo estético cierre su objetivo sobre esta producción de placer y fruición, la producción estética, por aquella su naturaleza solidaria y concurrente como objetivo estratégico del proceso de apoteosis de la humanidad, no puede dejar de tener consecuencias “públicas”, y hasta, aunque sólo sea por omisión, no deja de trascender al campo político, tenemos buena experiencia de ello. El artista no es siquiera un fantasma que se pueda desglosar de la persona. Ninguna persona puede ser sólo un artista. Y esto no es indiferente si es verdad que el artista se dice a sí mismo en la obra, si es verdad que en el texto pone el mundo de la realidad que lo constituye como ente humano. Quiero decir, la hora de la espada no mella en nada los trazos aquilianos del modo de ser hombre que ha alcanzado Lugones. Pero, esto no es inocente y nos vuelve una imagen como espejo. Si estamos por debajo del nivel espiritual de un artista, cosa por cierto nada extraña, si nuestro mundo real es sensiblemente más estrecho en relación al mundo del poeta, es muy fácilmente comprensible que nuestros juicios sobre el campo tan vasto de su vida y su obra tomen insuperablemente la parte por el todo. En este caso, y sólo en este caso, el riesgo grande es que sólo comprendamos con el juicio una parte del mundo del poeta, la parte apenas congruente con la extensión de nuestra dimensión humana. Así, es fácil de entender que con las sentencias que pronunciamos sobre el otro, por lo común, nos juzgamos nosotros. Estos son sólo algunos de los efectos de la trivialización, fenómeno que a pesar de ser tan común e inevitable tenemos tan escasamente bajo cuenta. Sin embargo, no siempre, no necesariamente es negativo, en tanto importa instancias mediadoras en el proceso de formación y de extensión de la cultura. Por otro lado, la realidad del deleite o la fruición tiene por sí misma un umbral histórico, se define en función del desarrollo de la cultura y de la sensibilidad que se corresponde con su modo, depende del estadio evolutivo de la sensibilidad humana; el gozo perceptivo nunca ha sostenido idéntica intensidad ni ha sido generado siempre por los mismos productos, y esto viene asociado al hecho de que haya una historia del Arte, que es en el fondo una historia de la evolución del hombre. La fruición, el deleite, que produce una obra de Arte, que si bien es cierto que tiende a la eternidad, es una realización de la vida mental demasiado difusa e inestable como para que admita una definición con la estabilidad y la constancia que apenas satisface el concepto de gozo perceptivo. El concepto de gozo perceptivo trasciende la noción de fruición y signa una apertura hacia el trabajo de reelaboración, de recreación del lector, como señala Borges. Y como concepto encierra notas que lo arraigan y definen como un genuino fenómeno de conocimiento. Este efecto de conocimiento, esta radical condición gnoseológica del fenómeno estético parece ser una de las secretas fuentes de la condición gozosa de nuestras percepciones. Ahora bien, ¿hasta dónde ha sido desencubierta por el Arte la potencia gnoseológica del fenómeno estético? Schiller había comenzado a plantear la condición y la posibilidad de una educación por el Arte. Pero, a la vez, ¿hasta dónde la Ciencia ha puesto de manifiesto la calidad artística del conocimiento racional? ¿Sobre qué eje se producirá, si se produce, la identidad humana, la unidad de su inteligencia, la superación de la fragmentación esquizofrénica en tan diversos modos de conocer y de vivir? ¿Qué giros le imprimirá a su proceso evolutivo en este plano la inteligencia humana? No son preguntas que exijan ni esperen ahora mismo una respuesta. Están ahí, solamente, apenas puestas, para relativizar nuestros juicios.
La búsqueda de ciertos objetivos políticos propios de la Política a través de la producción del Arte, la concurrencia sobre un objetivo movilizador que los caracteriza, bien puede ser perturbador, bien puede resultar estridente para la intimidad y el silencio como quizá resulte de ese humor rebelde que asoma con marcada constancia en la escritura de Arlt, pero también puede importar, sin embargo, un precio no tan alto, perfectamente tolerable, si el efecto de la política de la intimidad autor-lector se ordena en la corriente pública que genera siempre de modo directo la política de la Política sobre la que todos vivimos. Ahora bien, lo dicho no importa un juicio de valor sobre “la voz pública” de Lugones. No importa tampoco un juicio estético sobre su obra, cosa para la que no estamos habilitados. Lo que sí debemos rescatar aquí es el hecho de que, en efecto, Lugones se proponía alcanzar con su arte no sólo “la fruición y el placer” en tanto objetivo estratégico de la política del Arte, a partir del que su operación transformadora queda librada a suscitar en el lector una actividad interpretativa o reelaboradora, sino que aspiraba a lograr un efecto pedagógico de alcance público que importara una transformación social directa, al modo como opera la política de la Política. Y esta pretensión, en alguien que “fue siempre un hombre ético”, adopta una estatura equivalente en torno a la que gira como una constelación de satélites todo lo demás, en particular explica el carácter subordinado, meramente instrumental, cualquiera sea su eficacia, de su voluble militancia partidaria que cubre todo el arco que va del anarquismo al fascismo, hasta que las insuficiencias reiteradas que experimenta a través de estas mediaciones sucesivas se ciernen como un gigantesco fracaso de su vida al que no puede sobreponer el también gigantesco efecto demiúrgico de su obra, efecto que aún perdura y que él no pudo o no quiso poner en la balanza que sopesa los siempre mediocres resultados sociales de toda obra humana..
Esta adopción suya de la disposición necesaria y de la posición adecuada y esta búsqueda de los instrumentos precisos, preparados, para encarar con el éxito que él esperaba el problema universal de la comunicación-incomunicación con la patria y su cultura, fragorosa en Lugones, la llevó a cabo sin cuartel y sin treguas toda su vida hasta que al fin el destino se la cobró consecuente con pathos de tragedia. Pues era un hombre recto, de trayectoria demasiado directa, previsible, detrás de su objetivo. Una especie de Aquiles que si se compromete cumple sus compromisos sin eludir la muerte. No un hombre de mercado, no ya como nosotros y el simpático Ulises, nuestro padre Odiseo. Su transfiguración final en católico Señor de los Ejércitos y en Ayudante de Campo de un Timonel de la Razón de Estado, en la larga serie proteica de recursos que culmina en esta su Hora de la Espada, es la antesala de su también final desilusión y de su cabal y definitiva desesperanza. Y la desesperanza es el desahucio del poeta, la sentencia de muerte del hondero. Ahora bien, esta posición enhiesta de demiurgo, al margen de la valoración de su obra estética, es lo que Mayer señala a contraluz, y no sin brillo, en su nota 8 ya citada cuando dice “Al percibir Borges la escritura como un fenómeno de la sucesión y al lector como un recreador de interpretaciones construye un espacio para la literatura dentro de la intimidad, en la cual las relaciones posibles escapan a toda regulación externa. No hay en Borges, como en Lugones..., ninguna obligación que exceda los límites de la fruición y el placer”.
En Lugones, dice Mayer, “El diccionario y el saber etimológico (es decir, el dominio absoluto de la lengua funciona como sistema de exclusión y de selección de los lectores, al establecer una ética que exige, de un lado y del otro del texto, una enciclopedia absolutamente compartida. Allí no hay posibilidad de lectura masiva, la relación sigue permaneciendo de uno a uno.” Mayer p.21.- La categorización lugoniana en diversos grados de dominio de la lengua del conjunto de sus lectores, se basa en un hecho de alcance universal pero cabe entender que no puede quedar reducida al conocimiento de las acepciones de las palabras ni a un saber puramente etimológico. Borges opina que existe esta limitación en la concepción de Lugones que parece desestimar el hecho de que el uso de la lengua se vale de una gran variedad de otros lenguajes contextuales. En efecto, en su Leopoldo Lugones, p.12, Borges dice textualmente: “paradójicamente adoleció de dos supersticiones muy españolas: la creencia de que el escritor debe usar todas las palabras del diccionario, la creencia de que en cada palabra el significado es lo esencial y nada importan su connotación y su ambiente”. Sin embargo, como todo discurso, sobre todo el de naturaleza crítica, es decir, el que esgrime el arte de la razón para definir sus conceptos y su campo, éste estrecha demasiado nuestra realidad sobre lo que nos dice y somete al silencio otras dimensiones de la poética de Lugones, aquellas a las que toda sentencia les niega la palabra y con la palabra la existencia. Lugones parece contradecirlo cuando al hablar de la utilidad del verso en el cultivo de los idiomas, entiende que constituye una metáfora cada vocablo, con lo que cabe entender que Lugones entiende que cada palabra, si uno la oye bien, si le presta atención, está siempre yendo más allá de sus significados, al menos de sus significados habituales que son los que se empeña en consolidar el diccionario.
“En el interior de los cuentos”... dice Mayer, p.20, ”se instalan distintos estratos de saber”, con lo que nos señala que la categorización no afecta sólo al saber de los lectores sino que afecta también a la estructura lingüística de los cuentos determinando diversos modos en su discurso que están en función de esa diversidad de cursos que siguen los lectores en el uso de la lengua. Entonces, la ética de “una enciclopedia absolutamente compartida”...”de un lado y del otro del texto” también se ve arrastrada a las diferenciaciones categoriales correspondientes, y su exigibilidad estará adecuadamente legitimada conforme al marco particular de cada uno de sus respectivos estratos. Por otro lado, no se ve cómo sea aun necesario afirmar lo imposible de una lectura masiva, ya que la letra, como ha visto Lugones, ha sido y continúa siendo factor tan contundente de la individuación, y si es que lo masivo no se entendiera sólo como un estado de cosas que hayan alcanzado un cierto grado de pluralidad, aunque esta no se mida con el interés mercantil que mide los best sellers. Tampoco que el fracaso de una lectura masiva se cumpla sólo respecto de una de esas categorías de relación y no de todas, ya que toda lectura está fundada en esa relación “de uno a uno” condición que no queda abolida ni siquiera en el extraño caso de que se trate de una lectura en voz alta para una audiencia pública. Parece casi imposible no sólo que una lectura pública sea un hecho de masas sino aun que lo genere, pero, en el supuesto de que se dé este caso, no será ya el acto de la lectura sino un hecho consecuente, un acontecer diferente, el fenómeno de masa. Además estas consecuencias parece corroborarlas el mismo Mayer, aunque ya de modo más bien indirecto, cuando nos dice que “el traslado de la mecánica literaria a la experiencia didáctica encuentra sus dificultades y allí el Lugones de los ensayos, discursos y conferencias trabaja con otro tipo de sujetos: las clases, las razas, los sectores sociales a los que sólo se puede considerar de conjunto”, Mayer p.21. Pero, si bien se ve, por un lado, en relación a la unicidad o individualidad de la acción del lector que aborda su lectura, nada cambia, pues, “sólo se puede considerar de conjunto” no ya al lector, por plural que sea, en tanto sujeto de la comunicación, sino que pueden ser considerados “de conjunto” en tanto se los ponga como objetos de conocimiento o bien como sujetos de la acción política, siempre que entendamos a la acción política bajo su condición civil, esto es, cuando el político usa la fuerza persuasiva de la palabra para producir una concurrencia, sea física o de consenso, sobre una acción colectiva de efecto público. La acción política puede expresarse como un hecho de masas, pues, la acción, sea individual o colectiva, aunque nace del poder de la libertad, aunque sea actuación de su potencia, es en sí misma ciega. El acto, no por su condición humana, no por su condición de expresión de la libertad, pierde su calidad de energía sino que la supone y la aprovecha, esto es, no pierde su calidad de materia acumulada y predispuesta en el orden de la realidad, de la subjetividad, no pierde esta su entidad de poder, sino que para realizarse como acto se dispara desde ese universo de energía vital encerrado como intimidad para impactar en el orden de la naturaleza de las cosas, modificándolo, transformando tal orden. De modo que, la acción política se manifiesta como acto componente de la Política (conducción, formación del pueblo: etimológicamente: demagogia, palabra aquí de acepción paralela a la de pedagogía), no ya como acto inherente a toda y cualquier actividad humana, y tiene por fundamento una decisión colectiva –aunque no sea más que en el grado de consenso- un acto que genera un efecto público, condición cuya falta no nos pone ante un fenómeno de la Política. La diferencia es más perceptible cuando tenemos en cuenta que, por el contrario, el efecto público de la obra de Arte está mediado por el trabajo productivo de un objeto de gozo estético, de un objeto, digamos y detengamos aquí el curso continuo de la idea para que este elemento se afirme en nuestra mente y recién ahora, luego de este espacio, dejémoslo fluir con ritmo libre: hecho con este fin de suscitar por sí esa fruición perceptiva que descubriera Aristóteles, sólo que, en el caso del Arte, la gozosa elaboración a cargo del destinatario de la obra genera múltiples cadenas de desarrollo humano consecuente, altamente eficaces, desde que la actividad, el trabajo de la inteligencia, es la condición del desarrollo, la condición de la evolución del espíritu humano. Además, todo este efecto “público”, “de conjunto”, está por encima y más allá de la relación más íntima de la transferencia estética, transferencia que estimula el movimiento de la interpretación que realiza la mente singular del lector, cuyo clima más propicio saluda Borges en esa capacidad adquirida de leer en silencio, en esa bienvenida al lector que ha adquirido tal capacidad de sigilo. Claro está que la lectura pública, la lectura en voz alta, es mucho más vulnerable al efecto de múltiples interferencias y obstruye con ello el tratamiento recreador a cargo del lector, dificulta o impide desde el mismo inicio de la transferencia estética una recepción sin ruidos de las lecciones que emanan del poema. Por otro lado, el mismo Mayer nos ha dicho respecto del último de los estratos que se establecen en el interior de los cuentos de Lugones “que pertenece al dominio del sentido común y que se halla masificado”. Sin embargo, no contradice aquí lo que arriba decimos respecto de lo masivo. No se trata ya de una supuesta lectura masificada sino que el atributo se lo adjudica a otro sujeto gramatical, al estrato de lectores que pertenece al dominio del sentido común. Si la lectura nunca será un acto de masas un sector de sus lectores bien puede encontrarse situado en un estado parcial de masa. Si no entendemos que todo el estrato ni todo el dominio del sentido común se hallan masificados, podemos admitir que, en efecto, en una parte de este estrato bien pueden acontecer fenómenos de masificación o en su caso mantenerse como un estado latente. Respecto de lo que sea el fenómeno de masa bien puede uno aproximarse a través de la gran obra de Sociología del Premio Nobel en Literatura, el excelente escritor Elías Canetti, en el libro que él ha titulado Masa y Poder y que ha publicado Muchnik en nuestro medio. Pero, lo que Mayer señala aquí no es sino el efecto de un fenómeno más general, el fenómeno de la trivialización, modo de producir de nuestro espíritu cuando no ha alcanzado un nivel muy alto de ascesis sentimental, cuando no se ha desarrollado lo suficiente ya o todavía como para estar en condiciones de interpretar con la riqueza y reelaborar con la aptitud necesarias los frutos de la transferencia estética que pretende el poeta. Entonces, y siempre a nuestro nivel de intermediarios, procedemos a reducir el producto transferido, a interpretarlo en congruencia con las dimensiones de nuestra vida mental, con nuestra relativamente alta o baja capacidad humana.
Los planteos esenciales de Lugones sobre la formación y la transformación de la sociedad y el hombre argentinos dice Mayer, p. 23, que son “los puntos de partida para la secuencia de las preguntas por el ser nacional que se formulan e intentan responder Martínez Estrada, Mallea o el mismo Scalabrini Ortiz, entre otros...reivindicadores, contemporáneos y póstumos, de Lugones”. Pero, en el caso de Leopoldo Lugones, al menos, está planteada también otra cuestión en cierto sentido más exigente aún: la política del Arte, el problema de la función demiúrgica y de la eficacia apoteótica, liberadora, del Arte, el problema de las vías y de los recursos y de los instrumentos propios como la lengua, el idioma, la noción de comunidad o patria, y de aquellos otros de los que puede disponer, instituciones privadas y del Estado que tienen a su cargo las políticas sobre la educación y la cultura. Esto es, el sentido y el valor público del Arte. En Lugones no solamente se trata del aprovechamiento gozoso personal del lector de sus obras de Arte ni sólo de la satisfacción de la singular necesidad del artista de comunicar(se), de compartir una patria de mundos extendiendo y enriqueciendo nuestra realidad con lo real maravilloso de la naturaleza que desencubre su genio, sino algo aún más altamente ético, en tanto lo ético es el arte de ser hombre, dimensión ética suya que es causa y estímulo de su incursión obligada por los avatares de la Política: en Lugones pugnan los objetivos de humanizar la sociedad, de elaborar humanidad. Lugones procura, pues, conocer la naturaleza del hombre argentino pero como región óntica de aquella colosal tarea, orgullo de toda la humanidad, que consuma el Arte como demiurgia en el proceso de desalienación humana, en el proceso de la paulatina y trabajosa liberación del hombre, en el proceso de su apoteosis.
Mayer, en las pp. 25/26 de su texto, ve también una cierta constancia en “la serie de hitos de la trayectoria de Lugones: el momento izquierdista que, al participar del Partido Socialista, comparte su crítica de la política criolla...; el momento modernista, en el cual, a través de una política de la lengua que se proponga separada de la realidad inmediata, construye el lugar de un intelectual que, negando su carácter social, puede construir un nuevo proyecto de sociedad; el momento pedagógico que afianza una convicción del carácter jerárquico del saber y, finalmente, el postulado de la Patria como instancia transhistórica y, si se quiere, superética, en la medida en que son sus razones las que deben prevalecer sobre cualquier otra razón.” Y ve en la promoción lugoniana de “la alianza militar-sacerdotal” de la Hora de la Espada el reconocimiento del Poder real en el primer término de la alianza y en el segundo el “del poder en el terreno de lo imaginario”, o sea, en otras palabras, la unidad de conducción y de acción que garantizan las Fuerzas Armadas y la fuente de la cohesión social a cargo de la Iglesia, condiciones que Lugones considera en ese momento que de hecho, por la tradición de nuestro pueblo, sólo podía lograr esta alianza, por lo que la estima “apta para construir la razón de la Patria”. Que no viera en su momento otras terribles consecuencias potenciales tras esa unificación del mando de la nación, modo que a partir de ahí y después de su definitivo silencio se ha consolidado como una tradición cada vez más feroz en la Argentina, y que no viera el efecto centrífugo en sus fieles ni los rasgos incipientes en nuestro medio de la disipación irreversible de una doctrina religiosa de alcance ecuménico como la que custodiaba entonces nuestra Iglesia, y aun cuando una sospecha de tales secuencias potenciales hayan sido indicios contundentes de su amarga percepción de fracaso y concausa e impulso definitivo de su muerte, no es materia pertinente al campo de las coordenadas del tiempo y el espacio de su vida y su obra sobre el que le corresponde emitir las sentencias de sus juicios a la Historia . Vale decir, los acontecimientos que compusieron su vida y le abrieron la oportunidad para ejercer su libertad, constituye la única escena que legitima la atribución de responsabilidades y de méritos a la actuación de Lugones en nuestra cultura. Esto sobre todo porque, como hemos dicho más arriba, al hablar de las tensas pugnas que se cifran en el concepto de la justicia distributiva, en un contexto que le da a nuestro dicho una cierta apariencia de argumento un tanto gratuito o de un artículo más bien ocioso, pero al que aquí nos remitimos, la tradición represiva y el recurso a los golpes de Estado en la historia política argentina del siglo XX no tienen por causa una supuesta fuerza entelequial tal que con relativa justicia nos permita depositar la carga de las responsabilidades por sus desencadenamientos más recientes sobre quienes le han dado inicio, supuestamente el intrascendente general Uriburu y nuestro eminente Leopoldo Lugones, sino que las causas radican, por el contrario, en los avatares de la estructura bipartita de inclusión-exclusión de las sociedades humanas durante la fase de las civilizaciones, condicionada en nuestro caso por la exclusión nacional del club mundial de naciones imperiales, condición que priva a nuestro Estado de los beneficios y recursos que aquel concentra y emplea para sostener sus habitualmente exitosas políticas internas de consenso y de paz social. Nuestro tradicional recurso a los golpes de Estado, coalescente de la gravedad del riesgo en que los avatares de nuestra historia social pone a la estabilidad del sistema social, por graves que hayan sido las consecuencias que hayan traído los golpes más recientes, no importa más que una de las formas, quizá la más expuesta solamente, de la constante y perpetua acción social represiva que a través del Estado y de otros recursos directos impulsa la parte opulenta de nuestra sociedad, con asistencia internacional de sus clases aliadas, ante la presión desestabilizante de las masas divididas y estratificadas en grados de marginación diferenciada más y menos profunda, a algunos de cuyos sectores la necesidad, o las pulsiones descontroladas de la vida, a veces los impulsa al uso de métodos heroicos y desesperados. En nuestro tiempo y en nuestra patria a los custodios de la sociedad incluida se les ha obstruido la oportunidad de echar mano a este su tradicional recurso, de modo que acompaña ahora su disgusto ante una redistribución social de los ingresos públicos con el reclamo exaltado, de humor angustiado, por más Seguridad, por una más alta eficacia represiva, por una normativa todavía más rigurosa, por una Justicia más severa y un accionar de la Policía más contundente y duro. De modo que haríamos muy bien en no dejarnos aturdir por el estruendo y eludir esa hipálage de tomar tal entelequia como causa y de esgrimir argumentos para cargar a Lugones con otras responsabilidades que no son las propias.
Si instalamos nuestra mira en un campo de nuestro mundo real de estrato diferente al de la militancia política podemos ver con claridad que por los márgenes de estas peripecias erróneas, que por debajo de las ilusionadas escenografías que él ha levantado, corre la vida de Lugones, la que se nutre de actos suyos mucho más genuinos, y ver también en ella cómo se manifiestan -y con una constancia aún más consecuente y coherente que en el caso de otros prohombres nuestros del pasado reciente o más lejano, aún cuando no por ello, estas carencias desmerezcan su gloria-, las raíces éticas que en la producción de su vida y de su obra Leopoldo Lugones se auto impuso.
Para abordar un análisis ejemplar y ya más puntual respecto de la correspondencia más o menos congruente entre el nivel de la concepción teórica y la creación estética de Lugones, sin salirnos de los límites de este estudio, y en este caso referida sólo a su obra en prosa, basta con atender a la presentación de los trabajos de la selección que Mayer nos expone aquí y a cuya autoridad nos encomendamos. “Existe una llamativa identidad –opina Mayer, p. 27- entre lo planteado por Lugones en sus ensayos y aquello que despliega en los relatos que muchas veces, siguiendo una intención pedagógica, se inscriben dentro del género de la fábula...”. Hay “toda una teoría del rol del conocimiento en la sublevación social y en los lenguajes especializados de la rebelión”. “Las fuerzas extrañas, a las que el título de este relato (La fuerza Omega) remite, tienen que ver con el esfuerzo de individuación que Lugones adjudica a la escritura literaria, en el marco de una experiencia social percibida como uniformadora”. Páginas 28/9.- Esta inteligente concepción lugoniana que atribuye a la escritura una función radical en el proceso de individuación humana se inscribe en un antiguo y casi insoluble problema, insoluble mientras se fundamente la búsqueda de una solución sobre la unilateral percepción de que entre individuo y sociedad sólo existe oposición de intereses, oposición que ha encontrado, es cierto, diversas soluciones momentáneas y parciales, de modo que la dinámica social ha terminado por quebrantarlas sucesivamente. Sin embargo, la mayoría de estas soluciones ha encontrado en las concepciones filosóficas del liberalismo un fundamento más profundo y por ello ha servido con mayor eficacia en tanto instrumento del desarrollo social y ha logrado con ello una vigencia más perdurable. Novedosa dialéctica esta del proceso dual de formación del espíritu del hombre, del proceso evolutivo de la inteligencia humana. Esto es, a medida que se consolida la conciencia individual se abre no sólo la necesidad política de la cohesión social sino la posibilidad del conocimiento de la condición social del individuo. A medida que se multiplica la pluralidad humana más demanda la conciencia individual el sólido soporte de alguna forma de patria común. Ambas dimensiones son índices del grado histórico de hominización cuya concurrencia sólo la instrumentación de una lógica dialéctica pone en evidencia clara. La estructura de este desarrollo dual muestra metas, objetivos tácticos de un objetivo estratégico de la vida apenas concebible para el hombre. Objetivo estratégico sobre el que cabe sólo formular conjeturas aun cuando, dada la continuidad insoluble del orden de la vida, bien puede no ser más que apenas un esbozo táctico de estrategias a otra escala del Ser. Las tácticas, que se relacionan con la categoría aristotélica de la potencia, potencia que en el caso del hombre constituye su campo de operaciones, apenas sí relevan algunos de los contenidos energéticos del campo que, al realizarse como acto, se reformula como período de nuevas tácticas que el hombre necesita trazar en ejercicio de su libertad y bajo la pulsión de la supervivencia. El concepto de la libertad se define en correlación con el de la potencia aristotélica porque el poder es el contenido de la libertad.
En su cuento titulado Yzur flamea la bandera de un viejo y arraigado drama vital de Leopoldo Lugones, pues este cuento suyo es una relación de las insalvables dificultades que encuentra el poeta y del decepcionante resultado que obtiene, en su tarea de transferir con el puro esfuerzo de la lengua lo real maravilloso que la poesía cosecha como epifanías de la naturaleza, un relato del módico resultado que amaina sus pretensiones de educar con la eficacia de un tratado político, esto es, de transformar de raíz, de manera integral, la condición humana.
“Alcanzar en un medio indiferente una obra tan fértil y tan plena es una empresa heroica; su vida entera fue una laboriosa jornada, que desdeñó las recompensas, los aplausos y los honores y hasta la gloria que ahora lo sustenta y lo justifica. Su destino le impuso la soledad, porque no había otros como él y en esa soledad lo encontró la muerte”. Es Borges el juzgador que pronuncia estas sentencias. Pongámoslas en relación con las del texto que le hemos transcripto al principio, en el encabezamiento de este escrito, de modo que este cierre nos deje, al menos a un grupo de nosotros, completamente circunscriptos, aludidos y comprometidos.
Quizá nos esté permitido comprender o siquiera atisbar parte del drama que late en los niveles más profundos de la realidad del otro –como enseña Erik Erikson desde su magno saber psicoanalítico- sólo si descubrimos en la nuestra algunas formas del movimiento de ese mismo drama. Así es como el gran psicoanalista nos ha puesto de manifiesto cómo, si bien el otro habla sólo de sí mismo, lo más audible de sus mensajes para su oyente es aquello del inconsciente que también pugna por realizarse en éste. En eso relativamente común que pugna en ambos, en la vida mental de cada uno, radican los fundamentos de una comunidad incipiente sobre la que se abre la posibilidad de la comunicación, del conocimiento que libera. Pero este es precisamente el gran tema humano de las relaciones del Tu y Yo, del Yo y Tu, que parió junto a otras primicias la cultura griega, la clásica, la de su madura forma de Sociedad de Mercado, madre ésta del Derecho y del individuo humano, tema aquel que los poetas han izado muy alto. Por esto es que Neruda, nuestro poeta chileno, que sube al escenario político por el lado izquierdo, sabe tanto de las condiciones del alma, embargada en la pesada gravedad de las pasiones, cruzada por pulsiones de erís y de eros, proyectada con ímpetu a la acción liberadora, de nuestro argentino Leopoldo Lugones, que se ha trepado al final, hacia ese su final ya eterno, pues no se ha dado tiempo ni dejado lugar para otro final que eluda el solecismo, que ha ascendido a ese mismo tablado por la mano derecha. Ahora bien, Neruda, que yo sepa, nunca lo ha dicho, que además de observar ante sí la cresta del designio y de portar en su alma la más pesada cruz del anhelo, tuviera en mente con ello de algún modo, y en algún otro momento por cierto, el caso del autor del Lunario... Soy sólo yo quien ha de asumir el riesgo del cotejo. Pero precisamente, aquella superficial escisión militante de sus almas fortalece la probabilidad de la prueba que pretendo producir ahora para que quede bien establecida hasta mañana, la de que ambos poetas han habitado la misma patria estética, la misma patria real, y aunque en distintas provincias la han habitado y han vivido sus vidas al límite más tenso y más extremo a que puede llegar el habitante de este mundo y su esperanza. Esto le pasa la hombre situado, atrapado en las coordenadas del tiempo y el espacio, este hondero entusiasta que aspira a que sus palabras lleguen al más allá, que las arroja hacia donde las piedras no alcanzan y retornan/ Hacia donde los fuegos oscuros se confunden/.../..., hacia donde ya no hay más que la noche/ El hondero poeta reconoce los límites de la cultura humana pero quiere correrlos un poco más allá y su libertad oprimida se rebela: Pero quiero pisar más allá de esa huella:/... / quiero alzarme en las últimas cadenas que me aten,/ sobre este espanto erguido, en esta ola de vértigo,/ y echo mis piedras trémulas hacia ese país negro,/ solo, en la cima de los montes,/ solo, como el primer muerto,/. Y si sucede que, tras estos trances extremos, la mente del poeta o su cuerpo por fortuna no mueren, y en algunos una o ambos, por cierto, han sucumbido, siempre queda esa cruz del anhelo, y desde el dolor inmenso, desde ese dolor cósmico, el poeta todavía espera ser oído: Ah, mi dolor, amigos, ya no es dolor de humano./ Ah, mi dolor, amigos, ya no cabe en mi vida./ Y como este momento de Neruda, también Lugones, “a quien el destino le impuso la soledad, porque no había otros como él”, según nos dijo Borges, “y en esa soledad lo encontró la muerte”, estuvo solo en vida y solo por obra de su mano cruzó el umbral ante el que dudaba Hamlet, solo se internó en el desierto de “ese país negro” solo, según sintió Neruda, “como el primer muerto”.
No obstante, bien cabe para nosotros la esperanza y con ello la vida, ya que no es poco que detrás de la prosperidad descontrolada de la pornografía y de la farándula carnavalesca que se aprovecha de nuestra inequitativa cultura de mercado se mantenga incólume el hondero, de pié sobre Las Montañas del Oro que nos ha descubierto, y permanezca enhiesto como modelo humano.